SANDRA RUSSO
(Ciudad Autónoma de Buenos Aires-Argentina)
Aunque desde hace diez años
Susana Trimarco es un nombre público en la Argentina, y aunque ese nombre
devino con el tiempo en el símbolo de la lucha contra la trata de personas,
esta semana ella se resignificó de un modo abismal. Hubo un país que la miró no
llorar cuando absolvían a los trece acusados por el secuestro y la desaparición
de su hija. Que la miró recibir ese golpe con los ojos abiertos y secos de
quien ya ha llorado toda la medida de lo humano. Un país miró esa enorme
capacidad de impacto, y la reacción que inscribe a Susana Trimarco en la saga
argentina de las madres en lucha. De eso tenemos una tradición.
Dos días antes, ella había recibido de manos de la Presidenta el Premio
Azucena Villaflor a los Derechos Humanos, en la Plaza de Mayo. Estaban las
Madres y las Abuelas. Refiriéndose a otro tema, la ley de medios, pero
acertando en el pulso inminente de Susana Trimarco, la Presidenta dijo: “Cómo
no vamos a esperar unos días, unos meses más, si ellas han esperado más de
veinte años para tener justicia por sus hijos”. “No me van a ver llorar. Tengo
el doble de fuerza, y no voy a parar hasta ver presos a los que se llevaron a
Marita”, dijo el jueves Susana Trimarco, en su propia reconversión de la
adversidad en motor.
Exactamente ahí es donde estas mujeres a las que tributamos emergen
como lección, o faro. Han hecho del dolor su fuerza, y de su fuerza su
paciencia. Han tenido el objetivo transparente de la justicia y no han dejado
de actuar y de operar sobre la realidad ni un solo instante mientras eran
pacientes. A lo largo y a lo ancho del país, a través del tiempo, por
diferentes causas, hubo y hay muchas otras madres que expresan esa tradición.
Cuando uno habla de Susana Trimarco habla de Marita Verón, porque eso
es lo que ella comunica, como lo han hecho desde hace treinta y cinco años
tantas otras: Susana Trimarco no existiría para ninguno de nosotros si aquella
tarde de abril de 2002 Marita hubiese regresado a su casa. Y ése es el sentido
perfecto, redondísimo, del amor de esa madre por su hija: hacerle a Susana
Trimarco la justicia que está a nuestro alcance, equivale a no dejar de nombrar
a Marita Verón. Su secuestro y desaparición se hubiesen perdido en el olvido si
no hubiese sido por la manera en que su madre elaboró su duelo. Fue no
permitiéndolo, interponiéndose.
Son nombres que quedan incrustados en la historia, como lo fue el del
soldado Omar Carrasco, cuyo crimen, que no fue el primero sino el último,
generó el fin del servicio militar obligatorio. Antes que Carrasco habían
muerto muchos otros colimbas, pero el hechizo de la domesticación de las
conciencias –o las subjetividades, como se prefiera– había consentido esas
muertes dudosas de soldaditos. Y de pronto, la de Carrasco fue una muerte
intolerable, porque fue más allá de la política y entró directamente en la
cultura. Aquella sociedad que seguía consintiendo tantas otras injusticias,
dejó de aceptar que sus hijos varones fueran iniciados de acuerdo con el
paradigma militar. Lo militar fue revisualizado como la posible vocación de
algunos, pero no como la obligatoria introducción de todos.
Hoy este país está reviendo la trata de personas, en el sentido más
literal: la está volviendo a ver, la ve porque Susana Trimarco nos ha obligado
a enterarnos de que la trata no es abstracta aunque transcurra en los subsuelos
o los alrededores, o detrás de pantallas o relacionada con las policías o
distintos poderes. Nos ha obligado a entender que no escandalizarse es
consentir. Nos ha traído, rescatadas, de esos antros, a mujeres que dieron su
testimonio. Mujeres que fueron secuestradas y víctimas de una sucesión de
delitos emparentados con la oferta sexual. Ahí se abren nuevos ejes, que
seguramente tienen mucho que ver con lo que ha sucedido con la instrucción y la
sentencia absolutoria. Uno de ellos nos obliga a preguntarnos por la diferencia
entre la clientela de la prostitución y la clientela de la trata.
Es la actitud de Susana Trimarco lo que la envuelve como un aura. Uno
la observa, tratando de descifrar qué es lo que la hace tan alta, tratándose la
suya tan evidentemente de una estatura moral. El fallo tucumano que revictimizó
a Marita Verón fue tan bajo, entre otras cosas, por el choque con la estatura
moral de Susana. En la noche del martes, la Argentina presenció en directo la
escenificación de lo alto y lo bajo. Lo bajo fue el fracaso de la Justicia, por
los motivos que fueren. Lo alto fue Susana. Una señora de su casa que fue
arrancada de esa placidez para internarse en prostíbulos de parajes perdidos,
en whiskerías de ruta, en historias de un dolor intransferible.
Esa señora fue la que vino a decirle a la sociedad argentina que lo que
se creía que era el mundo de la prostitución encubría otro mundo muy distinto,
mucho más abismal, de esclavitud literal: Susana Trimarco vino a hablar de la
trata, que no estaba lejos sino incrustada en muchos lugares. De un delito que
implica secuestro y degradación. De lo que sigue hablando hoy Susana Trimarco
es de las conexiones de la trata con las instituciones.
No deja de asombrar esa mujer y ese atributo que la vuelve alta. Es su
temple. Su conexión con una causa de profundidades insondables. En esas aguas
interiores, Susana y Marita no se han perdido la una para la otra. Se han
fundido. Fuera de la metáfora, fuera del modo de decir. Marita está en Susana
cuando Susana escucha la sentencia absolutoria de quienes ella está segura que
secuestraron a su hija. Todos a su alrededor gritan, insultan, festejan,
lloran, alzan los puños, se exteriorizan. Susana no. Se retiene. Se pone en
contacto con su propio motor, que es el deseo de justicia. Ya ahí adentro, en
la sala colmada, Susana encuentra su eje. No llora. No dice nada. Se deja
llevar de la mano de su abogado, hasta recomponerse. Y cuando habla, vuelve a
la carga. Susana Trimarco es la templanza. De eso están hechas todas las
civilizaciones. Sin eso no se construye nada. La templanza consiste, en este
caso, en el uso activo, incesante y filoso de la paciencia.
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