jueves, 20 de diciembre de 2012

LA TEMPLANZA



SANDRA RUSSO
(Ciudad Autónoma de Buenos Aires-Argentina)

Aunque desde hace diez años Susana Trimarco es un nombre público en la Argentina, y aunque ese nombre devino con el tiempo en el símbolo de la lucha contra la trata de personas, esta semana ella se resignificó de un modo abismal. Hubo un país que la miró no llorar cuando absolvían a los trece acusados por el secuestro y la desaparición de su hija. Que la miró recibir ese golpe con los ojos abiertos y secos de quien ya ha llorado toda la medida de lo humano. Un país miró esa enorme capacidad de impacto, y la reacción que inscribe a Susana Trimarco en la saga argentina de las madres en lucha. De eso tenemos una tradición.
Dos días antes, ella había recibido de manos de la Presidenta el Premio Azucena Villaflor a los Derechos Humanos, en la Plaza de Mayo. Estaban las Madres y las Abuelas. Refiriéndose a otro tema, la ley de medios, pero acertando en el pulso inminente de Susana Trimarco, la Presidenta dijo: “Cómo no vamos a esperar unos días, unos meses más, si ellas han esperado más de veinte años para tener justicia por sus hijos”. “No me van a ver llorar. Tengo el doble de fuerza, y no voy a parar hasta ver presos a los que se llevaron a Marita”, dijo el jueves Susana Trimarco, en su propia reconversión de la adversidad en motor.
Exactamente ahí es donde estas mujeres a las que tributamos emergen como lección, o faro. Han hecho del dolor su fuerza, y de su fuerza su paciencia. Han tenido el objetivo transparente de la justicia y no han dejado de actuar y de operar sobre la realidad ni un solo instante mientras eran pacientes. A lo largo y a lo ancho del país, a través del tiempo, por diferentes causas, hubo y hay muchas otras madres que expresan esa tradición.
Cuando uno habla de Susana Trimarco habla de Marita Verón, porque eso es lo que ella comunica, como lo han hecho desde hace treinta y cinco años tantas otras: Susana Trimarco no existiría para ninguno de nosotros si aquella tarde de abril de 2002 Marita hubiese regresado a su casa. Y ése es el sentido perfecto, redondísimo, del amor de esa madre por su hija: hacerle a Susana Trimarco la justicia que está a nuestro alcance, equivale a no dejar de nombrar a Marita Verón. Su secuestro y desaparición se hubiesen perdido en el olvido si no hubiese sido por la manera en que su madre elaboró su duelo. Fue no permitiéndolo, interponiéndose.
Son nombres que quedan incrustados en la historia, como lo fue el del soldado Omar Carrasco, cuyo crimen, que no fue el primero sino el último, generó el fin del servicio militar obligatorio. Antes que Carrasco habían muerto muchos otros colimbas, pero el hechizo de la domesticación de las conciencias –o las subjetividades, como se prefiera– había consentido esas muertes dudosas de soldaditos. Y de pronto, la de Carrasco fue una muerte intolerable, porque fue más allá de la política y entró directamente en la cultura. Aquella sociedad que seguía consintiendo tantas otras injusticias, dejó de aceptar que sus hijos varones fueran iniciados de acuerdo con el paradigma militar. Lo militar fue revisualizado como la posible vocación de algunos, pero no como la obligatoria introducción de todos.
Hoy este país está reviendo la trata de personas, en el sentido más literal: la está volviendo a ver, la ve porque Susana Trimarco nos ha obligado a enterarnos de que la trata no es abstracta aunque transcurra en los subsuelos o los alrededores, o detrás de pantallas o relacionada con las policías o distintos poderes. Nos ha obligado a entender que no escandalizarse es consentir. Nos ha traído, rescatadas, de esos antros, a mujeres que dieron su testimonio. Mujeres que fueron secuestradas y víctimas de una sucesión de delitos emparentados con la oferta sexual. Ahí se abren nuevos ejes, que seguramente tienen mucho que ver con lo que ha sucedido con la instrucción y la sentencia absolutoria. Uno de ellos nos obliga a preguntarnos por la diferencia entre la clientela de la prostitución y la clientela de la trata.
Es la actitud de Susana Trimarco lo que la envuelve como un aura. Uno la observa, tratando de descifrar qué es lo que la hace tan alta, tratándose la suya tan evidentemente de una estatura moral. El fallo tucumano que revictimizó a Marita Verón fue tan bajo, entre otras cosas, por el choque con la estatura moral de Susana. En la noche del martes, la Argentina presenció en directo la escenificación de lo alto y lo bajo. Lo bajo fue el fracaso de la Justicia, por los motivos que fueren. Lo alto fue Susana. Una señora de su casa que fue arrancada de esa placidez para internarse en prostíbulos de parajes perdidos, en whiskerías de ruta, en historias de un dolor intransferible.
Esa señora fue la que vino a decirle a la sociedad argentina que lo que se creía que era el mundo de la prostitución encubría otro mundo muy distinto, mucho más abismal, de esclavitud literal: Susana Trimarco vino a hablar de la trata, que no estaba lejos sino incrustada en muchos lugares. De un delito que implica secuestro y degradación. De lo que sigue hablando hoy Susana Trimarco es de las conexiones de la trata con las instituciones.
No deja de asombrar esa mujer y ese atributo que la vuelve alta. Es su temple. Su conexión con una causa de profundidades insondables. En esas aguas interiores, Susana y Marita no se han perdido la una para la otra. Se han fundido. Fuera de la metáfora, fuera del modo de decir. Marita está en Susana cuando Susana escucha la sentencia absolutoria de quienes ella está segura que secuestraron a su hija. Todos a su alrededor gritan, insultan, festejan, lloran, alzan los puños, se exteriorizan. Susana no. Se retiene. Se pone en contacto con su propio motor, que es el deseo de justicia. Ya ahí adentro, en la sala colmada, Susana encuentra su eje. No llora. No dice nada. Se deja llevar de la mano de su abogado, hasta recomponerse. Y cuando habla, vuelve a la carga. Susana Trimarco es la templanza. De eso están hechas todas las civilizaciones. Sin eso no se construye nada. La templanza consiste, en este caso, en el uso activo, incesante y filoso de la paciencia.

LA TEMPLANZA



SANDRA RUSSO
(Ciudad Autónoma de Buenos Aires-Argentina)

Aunque desde hace diez años Susana Trimarco es un nombre público en la Argentina, y aunque ese nombre devino con el tiempo en el símbolo de la lucha contra la trata de personas, esta semana ella se resignificó de un modo abismal. Hubo un país que la miró no llorar cuando absolvían a los trece acusados por el secuestro y la desaparición de su hija. Que la miró recibir ese golpe con los ojos abiertos y secos de quien ya ha llorado toda la medida de lo humano. Un país miró esa enorme capacidad de impacto, y la reacción que inscribe a Susana Trimarco en la saga argentina de las madres en lucha. De eso tenemos una tradición.
Dos días antes, ella había recibido de manos de la Presidenta el Premio Azucena Villaflor a los Derechos Humanos, en la Plaza de Mayo. Estaban las Madres y las Abuelas. Refiriéndose a otro tema, la ley de medios, pero acertando en el pulso inminente de Susana Trimarco, la Presidenta dijo: “Cómo no vamos a esperar unos días, unos meses más, si ellas han esperado más de veinte años para tener justicia por sus hijos”. “No me van a ver llorar. Tengo el doble de fuerza, y no voy a parar hasta ver presos a los que se llevaron a Marita”, dijo el jueves Susana Trimarco, en su propia reconversión de la adversidad en motor.
Exactamente ahí es donde estas mujeres a las que tributamos emergen como lección, o faro. Han hecho del dolor su fuerza, y de su fuerza su paciencia. Han tenido el objetivo transparente de la justicia y no han dejado de actuar y de operar sobre la realidad ni un solo instante mientras eran pacientes. A lo largo y a lo ancho del país, a través del tiempo, por diferentes causas, hubo y hay muchas otras madres que expresan esa tradición.
Cuando uno habla de Susana Trimarco habla de Marita Verón, porque eso es lo que ella comunica, como lo han hecho desde hace treinta y cinco años tantas otras: Susana Trimarco no existiría para ninguno de nosotros si aquella tarde de abril de 2002 Marita hubiese regresado a su casa. Y ése es el sentido perfecto, redondísimo, del amor de esa madre por su hija: hacerle a Susana Trimarco la justicia que está a nuestro alcance, equivale a no dejar de nombrar a Marita Verón. Su secuestro y desaparición se hubiesen perdido en el olvido si no hubiese sido por la manera en que su madre elaboró su duelo. Fue no permitiéndolo, interponiéndose.
Son nombres que quedan incrustados en la historia, como lo fue el del soldado Omar Carrasco, cuyo crimen, que no fue el primero sino el último, generó el fin del servicio militar obligatorio. Antes que Carrasco habían muerto muchos otros colimbas, pero el hechizo de la domesticación de las conciencias –o las subjetividades, como se prefiera– había consentido esas muertes dudosas de soldaditos. Y de pronto, la de Carrasco fue una muerte intolerable, porque fue más allá de la política y entró directamente en la cultura. Aquella sociedad que seguía consintiendo tantas otras injusticias, dejó de aceptar que sus hijos varones fueran iniciados de acuerdo con el paradigma militar. Lo militar fue revisualizado como la posible vocación de algunos, pero no como la obligatoria introducción de todos.
Hoy este país está reviendo la trata de personas, en el sentido más literal: la está volviendo a ver, la ve porque Susana Trimarco nos ha obligado a enterarnos de que la trata no es abstracta aunque transcurra en los subsuelos o los alrededores, o detrás de pantallas o relacionada con las policías o distintos poderes. Nos ha obligado a entender que no escandalizarse es consentir. Nos ha traído, rescatadas, de esos antros, a mujeres que dieron su testimonio. Mujeres que fueron secuestradas y víctimas de una sucesión de delitos emparentados con la oferta sexual. Ahí se abren nuevos ejes, que seguramente tienen mucho que ver con lo que ha sucedido con la instrucción y la sentencia absolutoria. Uno de ellos nos obliga a preguntarnos por la diferencia entre la clientela de la prostitución y la clientela de la trata.
Es la actitud de Susana Trimarco lo que la envuelve como un aura. Uno la observa, tratando de descifrar qué es lo que la hace tan alta, tratándose la suya tan evidentemente de una estatura moral. El fallo tucumano que revictimizó a Marita Verón fue tan bajo, entre otras cosas, por el choque con la estatura moral de Susana. En la noche del martes, la Argentina presenció en directo la escenificación de lo alto y lo bajo. Lo bajo fue el fracaso de la Justicia, por los motivos que fueren. Lo alto fue Susana. Una señora de su casa que fue arrancada de esa placidez para internarse en prostíbulos de parajes perdidos, en whiskerías de ruta, en historias de un dolor intransferible.
Esa señora fue la que vino a decirle a la sociedad argentina que lo que se creía que era el mundo de la prostitución encubría otro mundo muy distinto, mucho más abismal, de esclavitud literal: Susana Trimarco vino a hablar de la trata, que no estaba lejos sino incrustada en muchos lugares. De un delito que implica secuestro y degradación. De lo que sigue hablando hoy Susana Trimarco es de las conexiones de la trata con las instituciones.
No deja de asombrar esa mujer y ese atributo que la vuelve alta. Es su temple. Su conexión con una causa de profundidades insondables. En esas aguas interiores, Susana y Marita no se han perdido la una para la otra. Se han fundido. Fuera de la metáfora, fuera del modo de decir. Marita está en Susana cuando Susana escucha la sentencia absolutoria de quienes ella está segura que secuestraron a su hija. Todos a su alrededor gritan, insultan, festejan, lloran, alzan los puños, se exteriorizan. Susana no. Se retiene. Se pone en contacto con su propio motor, que es el deseo de justicia. Ya ahí adentro, en la sala colmada, Susana encuentra su eje. No llora. No dice nada. Se deja llevar de la mano de su abogado, hasta recomponerse. Y cuando habla, vuelve a la carga. Susana Trimarco es la templanza. De eso están hechas todas las civilizaciones. Sin eso no se construye nada. La templanza consiste, en este caso, en el uso activo, incesante y filoso de la paciencia.

miércoles, 19 de diciembre de 2012

LOCURAS VIOLENTAS



David Brooks

Ese rostro de una madre en Newtown hablando por celular en las afueras de la primaria donde un joven blanco acababa de matar a 20 niños y seis adultos es muy conocido. Esa expresión de intensa, indescriptible, abrumadora angustia y dolor es la misma que se retrata o que uno ha visto en persona en los rostros de las madres en otras partes de Estados Unidos: Irak, Afganistán, Pakistán, Somalia, Vietnam, la Unión Soviética, Japón, México, y demasiados etcéteras más, pero siempre es la misma expresión.
¿Cuántas madres han tenido que ser testigos de las muertes de sus hijos? ¿Cuántas han tenido que ser informadas de que esos decesos fueron resultado de algo inesperado, sin razón, como en el caso de Connecticut? ¿Cuántas han tenido que escuchar que no fue nada personal, sino ‘daños colaterales’? ¿Quién define quiénes son los locos y los cuerdos en todo esto?
Dicen que el responsable del acto más reciente –de tantos parecidos–, en Connecticut, fue un joven con problemas mentales. Pero cuando una bomba o un drone mata a niños en una primaria en algún país que se vuelve campo de batalla, ¿los responsables son cuerdos?
Aquí todas las guerras son justas, necesarias para proteger la seguridad del planeta y en nombre de la libertad, los derechos humanos y Dios. Es legítimo, según el mensaje oficial, resolver conflictos y disputas con violencia. El derecho a armarse es sagrado y uno vive aquí con 283 millones de armas en manos civiles privadas, tres de éstas estaban en la casa del responsable de esta matanza, compradas legalmente por su madre, una entusiasta de las armas, como se les dicen.
“Siempre ha sido un país muy atemorizado, desde tiempos coloniales. Hay un sector grande que piensa: ‘ahí vienen por nosotros’, pero nunca se sabe quiénes son ‘ellos’… Entonces, uno debe poseer armas y se tiene que defender. Eso proviene desde muy atrás de la historia estadunidense”, explica Noam Chomsky en una entrevista reciente en Truthout.
Pero las consecuencias de esto están muy presentes. Marion Wright Edelman, la famosa directora del Fondo de Defensa de los Niños, escribió después de esta reciente masacre:¿Qué tan jóvenes tienen que ser las víctimas y cuantos niños más necesitan morir antes de que detengamos la proliferación de armas en nuestra nación y la muerte de inocentes?Reporta que las estadísticas oficiales más recientes indican que 2 mil 694 menores de edad murieron en 2010 por armas de fuego, 67 de los cuales tenían edad para estar en primaria. Si esos menores de edad estuvieran vivos hoy llenarían 108 aulas de 25 estudiantes cada una. Desde 1979, agrega, 119 mil 79 menores de edad han muerto por armas de fuego, un total mayor a las muertes estadunidenses en las guerras de Vietnam y Corea e Irak combinadas. Concluye: ¿Dónde esta nuestro movimiento antiguerra para proteger a los niños de la violencia de armas aquí en casa?
Hay más regulaciones sobre osos de peluche y pistolas de juguete que sobre las armas de fuego.
Según la revista Mother Jones, se han registrado por lo menos 62 matanzas masivas (con por lo menos cuatro o más víctimas en un lugar público) con armas de fuego en este país desde 1982, las cuales se han perpetrado en 30 estados. De las 142 armas de fuego en manos de los asesinos, más de tres cuartas partes fueron obtenidas legalmente, la gran mayoría son semiautomáticas. La mitad de las matanzas sucedieron en escuelas o lugares de trabajo, las demás en bases militares, centros comerciales y edificios de gobierno. De los responsables, 44 eran hombres blancos (una mujer) y su edad promedio era de 35 años.
Esta Navidad a millones de niños se les obsequiarán videojuegos, los más exitosos son en los que se juega a ser un soldado, un asesino, un espía, un integrante de las fuerzas especiales, o un combatiente en una batalla urbana entre buenos y malos, y para ganar uno tiene que matar y destruir al enemigo. Todas las semanas, la Casa Blanca evalúa y selecciona objetivos para matar o destruir con drones, esas aeronaves robot controladas desde miles de kilómetros a distancia por militares a través de computadoras y pantallas muy parecidas a las de estos videojuegos. Uno no ve sangre, no escucha gritos, no huele la destrucción, sólo cumple con el objetivo. Nadie ve los rostros de las madres.
Las guerras con sus millones de víctimas y la respuesta armada y violenta a lasamenazas a la seguridad pública, sean drogas, inmigrantes indocumentados o locos, son opciones legítimas aquí. Ante amenazas y conflictos, la respuesta suele ser: más armas.
Este país vive en la violencia aquí y en el extranjero. Los políticos, la industria armamentista, el complejo militar-industrial, los religiosos, los medios y los expertoscontinúan afirmando que guerras afuera y derecho a armas adentro tiene que ver con derechos y defensa de la democracia. Entre los que padecen problemas mentales y éstos, uno tiene que preguntar ¿quiénes son los verdaderos locos?
“Al caminar entre los jóvenes desesperados, rechazados y furiosos a quienes les he dicho que los cocteles Molotov y los rifles no resolverían sus problemas, he intentado ofrecerles mi compasión más profunda mientras mantengo mi convicción de que el cambio social se logra de la manera más significativa a través de la acción no violenta. Pero me preguntaron, y con toda razón: ¿y qué con Vietnam? Preguntaron si nuestra propia nación no estaba usando dosis masivas de violencia para resolver sus problemas, para promover los cambios que deseaba. Sus preguntas me dieron en el centro, y entonces supe que nunca más podría levantar mi voz contra la violencia de los oprimidos en los guetos sin primero hablar claramente frente al proveedor más grande de la violencia en el mundo hoy: mi propio gobierno”, dijo el reverendo Martin Luther King en 1967.
Las expresiones en los rostros de las madres registran las consecuencias de la locura violenta estadunidense tanto aquí como alrededor del mundo.

¿CONTROL O CEPO? DONDE MUEREN LAS PALABRAS




Por Mario Rapoport y Ricardo Vicente *

Con aviesa intención se denomina “cepo cambiario” a un instrumento de política económica empleado por una infinidad de países: el control de cambios. A través del mismo las autoridades monetarias procuran influenciar directamente en el balance de pagos. En nuestro país, paradójicamente lo implementaron los conservadores liberales en 1931, cuando en el curso de la crisis internacional Gran Bretaña abandonó el patrón oro y consecuentemente provocó la caída de la libra. Entonces, se incentivaron las actividades especulativas con divisas y la retención del cambio por parte de los exportadores, por lo que el gobierno de facto del general Uriburu creó por decreto la “Comisión de Control de Cambios”, cuyo objetivo inmediato era reducir al mínimo la evasión de divisas, fijando un tipo de cambio oficial para realizar las transacciones con moneda extranjera. En última instancia se trataba de preservar el stock de divisas de manera tal que se dispusiera de la cantidad de divisas necesarias para afrontar las obligaciones con el exterior. Esta política fue continuada por el gobierno de Justo, con varios cambios que realizó el ministro de Hacienda, Federico Pinedo. El gobierno peronista mantuvo a su modo medidas similares.
Sólo a fines de 1958, el presidente Arturo Frondizi, “aconsejado” por el Fondo Monetario Internacional, liberó completamente el mercado cambiario, uno de cuyos resultados fue una brutal devaluación que erosionó los ingresos de los asalariados. Otro fue el notorio incremento del endeudamiento externo.
Cuando en 1963 asumió el gobierno nacional el radical Arturo U. Illia, las reservas en oro y divisas eran muy escasas y poco más del 56 por ciento de la deuda externa debía pagarse en los siguientes tres años. Como el gobierno no estaba dispuesto a contraer nuevas deudas y a someterse a los dictados del FMI, decidió recurrir a una celosa administración de las divisas, para lo cual restableció el control de cambios y el mercado único de cambios, con el objetivo –según la Memoria del Banco Central de la República Argentina (BCRA)– de “impedir que se produzcan evasiones de divisas por retenciones indebidas o por compras de moneda extranjera con fines de especulación o de radicación de fondos en el exterior”.
El decreto respectivo llevaba el NO 2581 del 10 de abril de 1964 y se fundaba en la necesidad “de dictar medidas tendientes a evitar el distorsionamiento del mercado de divisas y consecuencialmente del valor de nuestra moneda, provocado por factores ajenos al libre juego de la oferta y la demanda reales, como desde hace tiempo se advierte...” y se consideraba que “a tales efectos, corresponde dictar aquellas medidas que, además, permitan la satisfacción de los requerimientos necesarios para la atención de los compromisos en moneda extranjera”. Entre las medidas incluidas en el decreto se establecía que el contravalor de las divisas resultantes de la exportación de productos argentinos “deberá ingresarse al país” y negociarse en el mercado único de cambio dentro de los plazos que establezca la reglamentación pertinente”. De igual manera debían negociarse las divisas provenientes de servicios exportados y de “toda suma ganada en moneda extranjera a favor de un residente en la República Argentina”.
En cuanto al pago de las importaciones con financiación a plazo que carecían de aval bancario o crédito documentario, letras u otros documentos, “deberán ser previamente justificados ante el Banco Central”. También estarían sujetos a los requisitos fijados por dicho banco el reembolso de capitales de titulares del exterior.
El BCRA también fijaría el “monto máximo para la adquisición o transferencia de divisas para gastos de viaje... teniendo en cuenta el o los países de destino del viajero”. Además, el BCRA “aplicará a las operaciones que realicen las Casas y Agencias de Cambio el régimen previsto por este decreto en cuanto les corresponda” y, asimismo, “limitará la venta de billetes extranjeros a los importes que estime conveniente”. Por el artículo 9 del decreto se prohibía expresamente la salida del país de: oro amonedado o en barras; billetes argentinos; billetes extranjeros, excepto los autorizados para viajeros; valores mobiliarios argentinos o extranjeros.
El artículo siguiente prohibía la constitución de depósitos en moneda extranjera en instituciones bancarias del país ya que, según Félix Elizalde, presidente del BCRA, dichos depósitos “la gente los había constituido con pesos argentinos contabilizándolos en los libros de los bancos en moneda extranjera. No nos engañemos: no eran dólares que habían entrado y estaban depositados”. En consecuencia, los depósitos existentes hasta entonces –cuyo domicilio constituido en la Argentina no podía modificarse por otro país– debían ser obligatoriamente liquidados, negociando las divisas en el mercado único de cambios. Diversas circulares del BCRA complementaban el decreto autorizando la compra de moneda extranjera conforme a los siguientes límites: a quien tuviera un familiar enfermo en el extranjero se le autorizaba a comprar U$S 1000, por una sola vez; a quien viajara al exterior se le entregaban U$S 400, y si era a un país limítrofe, U$S 100, con excepción del Uruguay (U$S 25); etc. Finalmente, nadie que deseara salir del país podía llevar monedas, valores extranjeros, billetes argentinos y valores mobiliarios nacionales si fueron adquiridos con anterioridad a la vigencia del nuevo régimen.
Los liberales nativos repudiaron el nuevo régimen con argumentos que se reiteran en nuestros días en boca de los censores del mentado “cepo cambiario”. Criticaban que se hubiera puesto fin al libre movimiento de fondos con el exterior; que las exportaciones de bienes y servicios y toda suma ganada en moneda extranjera no podían realizarse en las condiciones de pago convenidas por los exportadores, sino según las establecidas en las circulares; que la liquidación de divisas producto de las exportaciones debía efectuarse a los precios arbitrariamente fijados por el Estado, lo que significaba una expropiación; que la moneda argentina dejaba de ser convertible porque no era posible concurrir al mercado único de cambios a comprar moneda extranjera si no era para realizar una operación permitida por el Estado.
En suma, todas estas limitaciones, según nuestros liberales, afectaban los derechos individuales a comerciar, contratar libremente, salir del país, usar y disponer de sus bienes y a la inviolabilidad de la propiedad, conforme a los artículos 14 y 17 de la Constitución de 1853. El resultado de la estrategia del gobierno radical fue –por primera vez en muchos años– la disminución de la deuda externa argentina y la dictadura cívico-militar que reemplazó a Illia se encontró con un balance de pagos que no generaba mayores preocupaciones y con mayores reservas que su predecesor.
El control de cambios dispuesto a partir de noviembre de 2011 también cumple funciones higiénicas: preserva las reservas internacionales del país ante un escenario mundial que incentive la fuga de divisas y, por otra parte, sirve para enfrentar las corridas cambiarias; destruye el mecanismo por el que grandes bancos facilitan la fuga de los dólares; combate el lavado de dinero; evita que los saldos positivos de la balanza comercial terminen en cajas de seguridad, bajo el colchón o se fuguen al exterior; resguarda las divisas para el pago de la deuda externa y, en una economía con fuerte presencia de inversiones extranjeras, se asegura la remisión de las utilidades por parte de las filiales locales a las casas matrices. Nada nuevo bajo el sol cuando se trata de cuidar un activo estratégico.
* Investigadores Idehesi (Conicet-UBA).