domingo, 19 de diciembre de 2010

El lenguaje del racismo y la democracia

Por Ricardo Forster
Para Vein ti tres
16 de diciembre de 2010

La historia es elocuente. Primero llegan las palabras del prejuicio y de la exclusión. Al comienzo se escuchan expresiones soeces y racistas contra los “extranjeros usurpadores del trabajo de los argentinos”. En el inicio está la descalificación y la mentira construida sobre el analfabetismo cultural, ese que deja saquear toda forma de conciencia crítica reemplazándola por afirmaciones inconsistentes y capciosas que describen con absoluta impunidad una escena que sólo existe en las retóricas afiebradas de los viejos y nuevos racismos. Después llega la violencia sobre los cuerpos, el odio traducido en crimen y multiplicado en cientos de imágenes de la vergüenza que, por la impudicia del montaje y de las voces en off de “canales de noticias” que siempre tienen listas sus baterías de adjetivos descalificadores para los pobres y los débiles, acaban por mutar en reacciones “justificadas” de vecinos “cansados y atemorizados ante los invasores extranjeros”, que dejan de ser portadores de derechos para convertirse en “ocupas”, en “ratas de alcantarilla” y en cuanto improperio salga de gargantas cloacales.

La dicotomía del lenguaje constituye una expresión de la frontera imaginaria que separa a los “vecinos”, definidos como gente común que quiere vivir tranquila y con seguridad, y los “ocupas”, bolivianos y paraguayos, todos “villeros y negros de mierda” que se apropian de lo que es nuestro. Ellos son, para estos vecinos “argentinos”, los responsables del abandono, de la carencia de políticas públicas adecuadas, de la ola de criminalidad, de que sus hijos consuman drogas o de que el Gobierno de la Ciudad haya abandonado el sur junto con sus hospitales y escuelas. Es el eterno recurso al chivo expiatorio, ese sobre el que se descarga toda la violencia.

Implantado el virus de la xenofobia, multiplicado su efecto por la impudicia de ciertos lenguajes mediáticos, por la complicidad muchas veces criminal de las policías y reforzado por la irresolución de acuciantes demandas sociales, el terreno queda abonado para el pasaje a la acción violenta y homicida. Esa fue la base del pogrom contra los judíos en la Rusia de los zares y que llegó, una semana trágica de 1919, hasta nuestra geografía urbana de la mano de los “niños bien” de la Sociedad Patriótica que identificó a los judíos con la “invasión comunista”. Ese, pero ahora bajo la seudo legitimación de “las ciencias biológicas”, fue el núcleo disparador del concepto de “inferioridad racial” que alimentó la lógica eugenésica y exterminadora de los nazis, lógica que se cebó sobre judíos, gitanos, débiles mentales y homosexuales. El siglo veinte ha sido pródigo en la proliferación de la barbarie racista como para hacernos los distraídos y seguir hablando de “honestos vecinos” que defienden sus barrios del asalto de las hordas oscuras. El discurso xenófobo de Macri está en consonancia con esa genealogía que, por otra parte, hoy vuelve a desplegarse con fuerza en las derechas europeas y estadounidenses. Estar alertas es una obligación de todos aquellos que defendemos la convivencialidad democrática y la diversidad cultural.

Siempre por detrás de las reacciones “espontáneas” de los linchadores está el poder reaccionario (que puede ser una combinación de intereses políticos y económicos). Leer el mapa de la pobreza y el desamparo en la ciudad de Buenos Aires es comenzar a entender por qué se ocupan terrenos abandonados y quién busca sacar provecho de la supuesta “guerra de pobres contra pobres”. Comprender lo que se prioriza, descifrar el laberinto de negocios inmobiliarios y entender el tejido ideológico que se despliega en nuestra ciudad de la mano del macrismo es descifrar quiénes y por qué habilitan que las palabras del odio y el prejuicio se transformen en violencia.

Lenguaje del racismo que anticipa el horror, la emergencia de la horda asesina que suele vestir los ropajes de la “gente decente” pero que en la barbarie de Soldati se mezclaron con barras bravas, matones a sueldo, lúmpenes y policías asesinos; persistencia de los prejuicios que abona el terreno para que asustados y azuzados sectores de clase media baja dirijan todo su odio y su miedo contra los más débiles. La xenofobia ha sido un recurso de las derechas para capturar el alma de amplios sectores de la sociedad atemorizados ante los que están por debajo y que, desde la patología de la paranoia, emergen como una amenaza contra la vida y la propiedad. Nunca hay que perder de vista la relación directa entre ideologías autoritarias y el despliegue de las retóricas del prejuicio y el racismo. El “huevo de la serpiente” anida en esos lenguajes que anticipan la llegada del horror, ese mismo del que fuimos testigos en los últimos días.

En Villa Soldati el blanco de la alquimia de prejuicio, resentimiento y miedo fueron los hermanos de Bolivia y Paraguay, arquetipos de un imaginario salvaje y brutal que viene desplegándose desde canales oficiales del Gobierno de la Ciudad y desde diversos medios de comunicación. Los bolivianos y los paraguayos han sido convertidos, gracias a ese discurso, en “narcos”, en “vagos que usurpan lugares públicos y que no pagan impuestos”. Escuchamos a “vecinos” de la ciudad despotricar contra los extranjeros que nos roban el trabajo y que llenan escuelas y hospitales. Escuchamos azorados un discurso cruel y descalificador pronunciado por hijos de inmigrantes, que también fueron, en sus días de llegada al país, extranjeros pobres la mayoría de ellos y que también pudieron educar y darles salud a sus hijos en escuelas y hospitales públicos (y que también tuvieron que luchar contra la sobreexplotación y las condiciones miserables de vida o rebelarse contra la falta de viviendas y los abusos de los dueños de los conventillos. Claro, la memoria es corta y selectiva).

Escuchamos barrabasadas supuestamente sostenidas por análisis sesudos y estadísticos fabulados por mentes afiebradas que ni siquiera se toman el trabajo de reflexionar y de cotejar lo que están diciendo. Sucede que lo que se dijo y se sigue diciendo responde a un efecto “de verdad” construido desde la lógica de un racismo capilarizado en las entrañas de la sociedad y persistentemente alimentado por nuestra derecha autóctona, esa que siendo también hija de inmigrantes se ofrece como la más patricia entre las patricias, suerte de depositaria de una pureza de argentinidad que huele a cloaca ideológica. Y, como viene siendo una costumbre de época, contando con la complicidad de la corporación mediática, verdadera usina desde la que se desparrama prejuicio y racismo.

Los días terribles en el Parque Indoamericano, la vergüenza que recorrió las calles de Villa Soldati, hablan de lo que todavía no alcanzó a repararse; hablan de olvidos y desidias, de injusticias y desigualdades. Hablan, en primer lugar, de un Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires atrapado en su telaraña de ineptitud y de ideología clasista y reaccionaria que entiende las necesidades de los pobres como un problema de devaluada filantropía social o de agenda policial; pero también hablan de la imperiosa necesidad de meter mano democrática en el interior de la policía, de iniciar un programa de saneamiento que sigue siendo una deuda de la democracia y sin el cual se vuelve muy difícil dar una batalla genuina contra la inseguridad y la violencia urbana (y ni que hablar contra las bandas de narcotraficantes profundamente infiltradas en nuestras fuerzas policiales). La decisión de Cristina Kirchner de crear el Ministerio de Seguridad y de nombrar a Nilda Garré supone una clarísima señal de que se quiere iniciar ese camino de saneamiento, de que se intenta invertir inercias y políticas que terminaron siendo cómplices del agusanamiento de esas instituciones.

Los días terribles de Villa Soldati deberán recordarnos, siempre, que lo que se inicia en el lenguaje, lo que se habilita a través de palabras racistas, concluye en violencia homicida, y que esa brutalidad se cobra vidas inocentes y busca, en última instancia, horadar la democracia, la justicia y la dignidad humanas. Pero también debe recordarnos el horizonte de sentido que se guarda en el reclamo de “orden y seguridad”, la manera como la derecha utiliza el espantapájaros de la anarquía y de la anomia social para reclamar, una vez más, la imperiosa necesidad de acabar con el desmadre de protestas surgidas de los mundos sociales más sumergidos y excluidos. Lo hace sabiendo que lo que en verdad le preocupa no es ese tipo de protesta, esa visibilidad de los invisibles transformada en violencia indiscriminada, sino el avance efectivo, políticamente realizable, de demandas que pongan en entredicho su hegemonía. Su aspiración es que se “imponga el orden”, que las cosas vuelvan a ponerse en su lugar acabando, de una vez, con el “exceso de demandas” que apuntan a revisar la matriz de un sistema profundamente desigual.

La derecha se mueve con comodidad entre la provocación y el desmadre, sabe que en ese río revuelto de la batalla de pobres contra pobres, en ese aquelarre del que participan toda clase de personajes oscuros y de grupos de choque, quien gana es aquel que puede ofrecer una buena combinación de retórica del orden y efectiva capacidad de represión. Sabe que gana el miedo, que cuanto más proliferen esas escenas de la vergüenza, esos linchamientos que remiten a otras épocas, lo que va cristalizando es una demanda social de “autoridad”, que alguien, como sea, termine con la anomia. Y también sabe lo que se cuece en el interior de ciertos sectores que viven en el límite que los separa de los pobres de toda pobreza: el odio, el resentimiento y la violencia racista que anticipa su disponibilidad fascistoide.

Las escenas de crueldad, de racismo y de violencia de Villa Soldati son terriblemente funcionales a aquello que desea inocular la derecha: el miedo que, como bien lo sabía Spinoza, es el eslabón que cierra la cadena del sometimiento. Contra ese juego perverso, contra el azuzamiento de lo peor de lo humano, el trabajo que queda por hacer es inmenso porque atraviesa, en primer lugar, al gobierno nacional (el de la ciudad sabemos lo que quiere), a su capacidad para tomar decisiones centrales que reconviertan el mapa agujereado de las fuerzas policiales al mismo tiempo que se deberá avanzar sobre políticas sociales, principalmente ligadas a la vivienda, que no han sido eje de las acciones gubernamentales en estos años y que hoy expresan un hueco por el que se cuela la regresión política y social. En Soldati se juega no sólo el “problema de la seguridad”, también se dirime qué democracia y para qué. Detrás del modo como pronunciamos la palabra “orden” se encuentra la frontera que no debemos pasar que separa un proyecto que busca hacer más digna la vida de las mayorías de aquel otro que aspira a mantener todos sus privilegios.

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