miércoles, 22 de diciembre de 2010

Lágrimas

Por Javier Valli
Para Vitrales
22 de diciembre de 2010

Nunca voté a Néstor Kirchner. La única vez que pude hacerlo me invadió la desconfianza. Lo relacionaba con Duhalde y la lacra del peronismo. Sí, con esos que dicen llamarse peronistas para sentirse cerca del pueblo pero sus pensamientos y acciones están lejísimos de Perón y, fundamentalmente de Evita. Por eso no lo voté. Me dejé llevar por la gorda. Le creía, me caía bien, no sé. Ahora no la puedo ni ver. Mejor dicho: no la puedo escuchar. Me repugnan sus opiniones golpistas y de vocera del establishment. Siempre me pregunto en qué estaba pensando cuando la apoyaba. ¿Cambió ella o cambié yo? Me parece que el ser humano evoluciona y los gorilas, como ella, no. Sí, es eso. Pero no me alcanza y siento un profundo arrepiento de no haber sido parte de ese 22% de la población que llevó a Néstor a la presidencia en el 2003. Un fuerte aplauso para cada uno de ellos que no sólo dieron inicio a un gobierno fantástico sino que impidieron que nefastos se calcen la banda presidencial, como el Turco, la gorda o ¡López Murphy! Mamita... Pero asumió Néstor, por suerte. Y con él llegó el cambio, la esperanza, la posibilidad concreta de un país mejor.
No lo voté pero lo banqué desde un primer momento. Si a él le iba bien, al país también. Y si le va bien al país le irá bien a mis amigos, a mi familia, a mis vecinos, al conocido del conocido, a mí, a todos. Ecuación simple, por eso lo banqué. Pero hubo un día que me marcó para siempre. Fue el 24 de marzo de 2004, a la siesta. Mientras esperaba que mi viejo termine de cambiarse para que me acerque en auto al trabajo, en su pieza estaba la tele prendida emitiendo el acto desde la Esma por un nuevo aniversario del golpe. Ahí estaban Néstor y Cristina. Con las Abuelas, las Madres, los hijos de desaparecidos. Con el pueblo. Néstor había hecho bajar el cuadro de los milicos asesinos unos minutos antes. Nobleza obliga, en ese momento no le di la importancia que le doy ahora. Después habló ante los micrófonos y pidió perdón en nombre del Estado por las atrocidades del pasado. Ahí me sentí orgulloso de tener un Presidente con esas agallas. Mi viejo se puso a llorar, junto a Néstor. Él sí lo había votado. Pocas veces lo había visto llorar a mi viejo y nunca frente a un televisor. Emocionado y conmovido, a mí también me dieron ganas de soltar algunas lágrimas. Pero uno es muy boludo en ese sentido y sentí vergüenza. La cuestión es que me las aguanté. Él seguía con los ojos húmedos recordando a decenas de compañeros desaparecidos. Siempre pienso que él y mi vieja pudieron haber sido torturados y/o desaparecidos por la activa participación que tuvieron en la JP de los 70. Zafaron, por suerte.
Así como pienso que ellos pudieron haber sido víctimas de la dictadura, también pienso que si mi viejo hubiera sido alguna vez presidente (algo que jamás de los jamases se le ocurrió ni en sus sueños), habría sido como Néstor. Por lo desprolijo en la vestimenta y su rechazo a los protocolos, pero principalmente por sus convicciones. Él también se hubiese preocupado por resolver las cuestiones del pasado, abrirles las puertas de Casa Rosada a Estela y Hebe, castigar a los represores, aumentar el sueldo de los jubilados, sacarse de encima al FMI o pelearse con los poderosos grupos económicos. Ambos formaron parte de una juventud que anhelaba un país más justo e igualitario y debieron postergar ese sueño por culpa de una dictadura sangrienta y una rata riojana. Sin embargo, cada uno desde su lugar nunca dejó de perseguir las utopías.
Cuando murió Néstor el dolor invadió a mi familia como si se tratara de un amigo o un pariente. “Después de tantas frustraciones fue el tipo que nos devolvió la esperanza”, dijeron mis padres. “Fue en el primer político que se asemejó a lo que pienso”, reflexioné. Pero ese dolor se convirtió rápidamente en fortaleza y ganas de trabajar por un país mejor. Porque si algo aprendí de mis viejos, y también de Néstor, es que nunca hay que bajar los brazos si se pretende una sociedad más equitativa en donde los débiles sean los primeros beneficiados.
Ahora Cristina no está sola. La acompañan miles de adultos (como mis viejos) que no quieren retroceder ni un centímetro después de tantas batallas ganadas. Y la acompañamos miles y miles de jóvenes dispuestos a defender los intereses del país. Néstor se fue y se llevó varias lágrimas del pueblo argentino pero dejó una juventud hermosa que defenderá los intereses del país como nunca. Ese es su legado.

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