jueves, 9 de diciembre de 2010

Etchecolatz, Von Wernich y los médicos de buena memoria

Por Raúl Arcomano
Miradas al sur, 5 de diciembre de 2010

Los represores denunciaron agresiones cuando los atendían en hospitales

El reo estaba recostado sobre una camilla, en calzones, mirando el techo de la sala del hospital público. Lo acompañaban un enfermero y dos custodios del Servicio Penitenciario Federal, que se miraban incómodos ante tal situación. No estaban solos: en el box-consultorio había otro paciente, que se estaba cambiando para irse. Acompañado por un familiar, lo relojeó de manera extraña. Cuando el médico estaba a punto de revisar al anciano, la puerta se abrió de par en par.
–Miren que personaje famoso tenemos acá –dijo una mujer, rubia, de anteojos y guardapolvo blanco. Y empezó a putear al aire. Luego agregó:
–¡Tenemos un preso de lesa humanidad! –vociferó. El tipo siguió acostado y llegó a decir:
–Soy un preso político.
El penado sin pantalones no es un preso político. Es Christian Federico Von Wernich, el capellán de la Policía Bonaerense que hace tres años fue encontrado culpable de 34 casos de privación ilegal de la libertad, una treintena de casos de tortura y siete homicidios calificados. Por esos crímenes está condenado a reclusión perpetua, por genocidio. Fue un activo colaborador de las fuerzas represivas en La Plata. Como le aseguró un testigo a Hernán Brienza, autor del libro Maldito tu eres, Von Wernich infligía a los detenidos “el más fino de los suplicios: el de la esperanza”.
El hecho ocurrió el 30 de julio pasado en el Hospital Argerich y fue dado a conocer en una carta manuscrita por el religioso, el 12 de octubre. Von Wernich hizo una denuncia penal ante el Tribunal Oral Federal 1, de La Plata, porque sostiene que vivió “un grave hecho de discriminación, persecución ideológica y tortura psicológica”. En el escrito señala que lo sacaron de su lugar de detención, el penal de Marcos Paz, por orden médica: tenía su pierna izquierda hinchada. Y que por eso una médica de la cárcel ordenó un estudio “extramuros”. El reo tiene 72 años.
Dice Von Wernich que el incidente no terminó con los gritos de la enfermera. Que luego la mujer salió del consultorio y, en el pasillo, “a los gritos trató de levantar u organizar un boicot, motín o piquete en mi contra para que no sea atendido”. Finalmente, el cura no fue atendido en el Argerich. No por el supuesto intento de piquete, sino porque no funcionaba la máquina de rayos X.
En su carta concluye, dramático: “No sólo mi vida y mi salud pudieron correr serios peligros por la provocación, discriminación y malos tratos que sufrí.” Habría que decirle que una puteada no mata a nadie. Von Wernich tuvo que salir del lugar por una puerta trasera.
Pero los actos de repudio a represores parecen propagarse como un virus hospitalario. Muchos médicos, al parecer, tienen una saludable buena memoria. Es que el de Von Wernich no fue el único caso: también el ex policía Miguel Etchecolatz fue blanco de la furia de un médico. Director de Investigaciones de la Bonaerense, fue sentenciado en 2006 a perpetua. El fallo que lo condenó fue histórico porque introdujo en sus considerandos el término genocidio para referirse a los crímenes de la última dictadura. También fue condenado por la sustracción y el cambio de identidad de la hija de una pareja de uruguayos, que siguen desaparecidos.
Etchecolatz se quejó de que un médico del Hospital Pirovano lo acogotó, a fines de noviembre. Y también presentó un escrito ante la Justicia. Con una letra ampulosa, denunció: “El médico que debía efectuar una resonancia magnética me tomó del cuello y pretendió estrangularme, al tiempo que decía ‘te voy a matar, hijo de puta, por los que asesinaste’. Fue impedido por el personal de custodia”. Y agregó: “No es la primera vez que soy víctima de agresiones, principalmente por parte de profesionales de la salud”. Y ejemplificó: dijo que en el Hospital Vélez Sarsfield una médica de guardia lo “agredió verbalmente” y se negó a atenderlo.
Pero hay más para este boletín. El 22 de octubre último el ex policía tenía una cita médica en la Fundación Favaloro. Allí lo esperaban para darle una merecida bienvenida. “Un grupo de veinte personas profería gritos con amenazas de muerte y en clara actitud de agredirme físicamente, e impedían el ingreso a la sala donde debía efectuarse el estudio”, escribió el represor. Y dijo que quien lideraba ese grupo era Milagro Sala, líder del movimiento Túpac Amaru. En el texto, Etchecolatz detalló sus afecciones: ACV hemorrágico, tumor maligno prostático, arritmia e hipertensión. tiene 81 años. Ese día debía hacerse una ecografía, que logró hacerse pese “a la cara de pocos amigos” del médico. Etchecolatz no se fue por una puerta trasera como Von Wernich, sino por una subterránea.
“Realmente estos hechos son gravísimos y los argentinos no podemos permanecer indiferentes. Cientos de presos políticos están hoy en cárceles comunes, muchos de ellos sin haber sido condenados, mayores de ’70 y ’80 años, algunos con serias enfermedades. Pero sea cuál fuere la situación procesal de cada uno, ellos sienten que cumplieron un rol en un determinado momento y que lucharon por su país, por su Patria, cumpliendo órdenes de un Gobierno Constitucional y peleando contra un enemigo desconocido que de pronto quiso instalar el comunismo en Argentina”, escribieron así, textual, en el sitio Periodismo de Verdad, defensor habitué de estos genocidas.
Además de compartir la amistad del sanguinario Ramón Camps, y de ser el blanco preferido de los médicos, los reos Etchecolatz y Von Wernich lideraron en septiembre una huelga de hambre en el penal de Marcos Paz, donde pasan sus días y sus noches. Los acompañaron en la gesta otros 28 presos detenidos por crímenes de lesa humanidad. Los reos reclamaban mejoras de las condiciones de detención. La huelga duró 18 días. “Suspendo temporalmente mi actitud de no ingerir alimentos, dejo constancia de que la suspensión temporal la realizo a pedido de mi abogada defensora oficial para que pueda seguir ejerciendo mi defensa ante la Justicia sin condicionamientos de mi parte”, señaló el sacerdote, proclive a dejar todo por escrito.
Tras casi veinte días ingiriendo sólo líquidos, desde el penal esperaban una baja considerable en los pesos de los detenidos. Pero no sólo habían mantenido su pesaje, sino que habían aumentado unos kilos. Una huelga de hambre perfecta.

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