jueves, 2 de junio de 2011

Una estafa a dos bandas de la historia económica moderna

Tiempo Argentino
2 de junio de 2011

Por Hernán Dearriba Secretario de Redacción.

El 23 de diciembre de 2001, cuando el efímero presidente interino Adolfo Rodríguez Saá declaró la cesación de pagos de la deuda pública por la friolera de 160 mil millones de dólares, también decretó la defunción de las relaciones bilaterales con Italia. Los bonistas italianos, junto a los alemanes, marcaron desde entonces el pulso político de la negociación entre la Argentina y los acreedores tanto en la reestructuración que llevó adelante Roberto Lavagna, como en el capítulo que protagonizó Amado Boudou. Ese rol tuvo su impacto en la política interna italiana, condimentado por la presión del lobby empresario.
La Argentina de los últimos años del siglo pasado tuvo como eje central de su política económica un híper endeudamiento que culminó con el mayor default de la historia del mercado de capitales. En ese festival de bonos, el país convalidó tasas cada vez más altas para obtener financiamiento. Sin embargo, las agencias calificadoras de deuda, socias en la bicicleta, seguían mostrando al país como uno de los alumnos más aplicados del Consenso de Washington y recomendaban, sin ruborizarse, invertir en títulos de la deuda argentina.
Pero cuando la magnitud de la crisis era ya imposible de ocultar y los analistas empezaron a anunciar el estallido de la deuda, los bancos italianos reunieron los bonos, que por sus características estaban destinados a inversores sofisticados dispuestos a arriesgar para obtener una alta rentabilidad, y los ofrecieron entre minoristas y jubilados tentándolos con la manzana de la alta tasa de interés. La banca nunca les advirtió el altísimo riesgo de impago que significaba el retorno que les prometían.
Cuando lo previsible pasó, el default dejó a un porcentaje importante de los jubilados italianos en calzones y a los gritos reclamando los ahorros de toda la vida. La clase política italiana tuvo que optar entre responsabilizar al sistema financiero de ese país por engañar a los ahorristas luego de haberse quedado con las ganancias que pagaron los bonos y transferir las pérdidas a los ahorristas meses antes de la quiebra, o cargar las tintas sobre el Estado argentino por la catástrofe.
Así, el núcleo duro de la construcción teórica del neoliberalismo terminó de conformar una de las estafas a dos bandas más grandes de la historia económica moderna. Quebró a un país condenándolo al endeudamiento casi terminal, y permitió que las entidades del sistema financiero global esquivaran las consecuencias de la crisis que provocaron, a cuesta de varios cientos de miles de sexagenarios. La tensión bilateral se completó con los constantes reclamos de las empresas concesionarias de servicios públicos que pretendían que el Estado argentino les garantizara los contratos rubricados bajo la realidad virtual que regía la convertibilidad.
La visita de la presidenta Cristina Fernández a Roma terminó de cerrar esa parábola, luego de diez años de fuerte recuperación de la economía y dos procesos de reestructuración de la deuda. Los bonistas que no aceptaron la oferta argentina se redujeron a una expresión minoritaria, los juicios ante el CIADI y los reclamos tarifarios quedaron en el pasado y las inversiones italianas abrieron la puerta al relanzamiento de las relaciones bilaterales.
La Argentina pagó muy caro sus pecados neoliberales a fuerza de pobreza y marginación social. Diez años después, Islandia, Irlanda, Grecia, Portugal y hasta España y, en menor medida Italia, enfrentan el mismo esquema de endeudamiento, ajuste del Estado, desempleo y pobreza. Mientras tanto, el sistema financiero global vuelve a multiplicar sus ganancias y busca otro lugar en el mundo donde hundir sus colmillos.

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