domingo, 24 de abril de 2011

Jorge O’Higgins y Oscar Guerrero: los asesinos de Alberte que nadie conoce

Tiempo Argentino
24 de abril de 2011

Por Daniel Enzetti

El mayor Alberte fue arrojado al vacío en la madrugada del 24 de marzo de 1976. Esta nota detalla los legajos de los principales acusados por el crimen, los generales retirados hoy en libertad. Hay nuevos nombres para investigar, pero la causa sigue estancada.


Después de 35 años, por primera vez se publican imágenes y legajos completos de los dos generales acusados por asesinar al mayor Bernardo Alberte en la madrugada del 24 de marzo de 1976, cuatro horas antes de la declaración oficial del golpe de Estado. En el crimen, considerado como el primero de los cometidos por la dictadura y recordado por su sadismo, están implicados dos efectivos actualmente en libertad, y que en esa época eran generales de brigada: Jorge Eugenio O´Higgins y Oscar Enrique Guerrero. Tiempo Argentino accedió al material que en estos días ampliará la denuncia contra los militares presentada por la familia de Alberte, y que se encuentra estancada en el Juzgado Nº 3 del doctor Daniel Rafecas.
El mayor fue el edecán más importante que tuvo Juan Domingo Perón, y a partir del derrocamiento de 1955 se convirtió en delegado personal del ex mandatario hasta finales de los ’60. Pieza clave de la resistencia peronista, Alberte actuó de nexo entre Perón y la juventud, participó en la gestación de la CGT de los Argentinos, enfrentó a las bandas de la Triple A, colaboró en los intentos para que el Movimiento recuperara el poder, denunció a sus traidores de derecha, y mantuvo con el líder uno de los intercambios epistolares más voluminosos durante ese período.
Diez días antes de su asesinato, Alberte envió un comunicado a los matones de José López Rega ofreciéndose él mismo como trofeo, a cambio de que la Triple A liberara al militante juvenil Máximo Augusto Altieri. Pero cuando Bernardo reconoció el cadáver masacrado de Altieri en la morgue del cementerio de Avellaneda, no soportó más. Actuó exactamente de la misma manera que Rodolfo Walsh con su Carta Abierta a la Junta Militar, pero con un detalle: lo hizo un año antes. El 23 de marzo a la noche se encerró en su departamento de Libertador 1160, 6º piso, y escribió un texto que encabezó: “Al Sr. Teniente General D. Jorge Rafael Videla, Comandante General del Ejército” (ver recuadro). Lo responsabilizó por su propia seguridad, acusó al Ejército por secuestros, atentados y cuerpos acribillados de dirigentes y trabajadores, y lo alertó del tremendo error que significaría un golpe. Terminó de tipear a las 0:30 y ordenó las copias que les llegarían a las Fuerzas Armadas y a los medios de comunicación. Hasta que a las 2:30 de la mañana del 24 se despertó sobresaltado: 14 vehículos civiles y militares cortaron la esquina, un grupo obligó al portero a guiarlo hasta la puerta de servicio de la casa, y cuatro efectivos, entre los que según un testigo habría estado Guerrero, tiró a Alberte por la ventana a un patio de la planta baja.
En cuanto a O´Higgins, está sindicado como el jefe del operativo, después de que por casualidad se encontraran en su poder cartas originales de la correspondencia entre Perón y su edecán robadas en la madrugada del crimen.
La causa tiene otros nombres, que a partir de ahora podrían derivar en investigaciones más detalladas. Por ejemplo, un médico de apellido Piccioni, que estaba en el lugar como profesional; el teniente Federico Guañabens (Cédula Nacional de Identidad 7.016.526), encargado de transportar el cuerpo sin vida del mayor en una ambulancia al Hospital Militar; y un teniente primero apellidado Figueroa, jefe de guardia del HM, que informó el tema a la Seccional 31 de la Policía Federal.

PRONTUARIO DE DOS GENERALES VIEJITOS. Oscar Guerrero egresó del Colegio Militar en 1949, y fue ascendido a coronel en 1975. Un año antes, en la época de mayores asesinatos cometidos por la Triple A, se desempeñó en el EMGE, Jefatura III del Comando General, Departamento Doctrina, y como jefe de la División de Redacción y Control. En diciembre del ’75 pasó a cumplir funciones como elemento permanente del Centro de Operaciones del Ejército (Subjefatura B de la Jefatura III), y tras el golpe de Estado revistó en el Departamento CENOPE. Trabajó como jefe en el Departamento de Planes, fue enviado en misión especial a Venezuela y la ex Unión Soviética, y asesoró al ejército boliviano en tareas represivas. La misma inquietud lo llevó a viajar a los Estados Unidos en 1962, donde se perfeccionó en acciones para el “control social” en varias escuelas militares estadounidenses. También en plena dictadura, en 1980, aportó esfuerzo en la policía brava de la provincia de Buenos Aires.
Egresado del Colegio Militar en 1954, Jorge Eugenio O´Higgins fue capitán en 1966, jefe de la Sección Central en 1967, y luego pieza clave del temible Batallón de Inteligencia 601. Fue parte de la Escuela Superior de Guerra, y desde 1975 personal del servicio estable de la Escuela Superior Luis María Campos. Con el ascenso a teniente coronel en la mano, revistó en el Comando General del Ejército (JEMGE), Jefatura II de Inteligencia, donde permaneció hasta el 14 de noviembre de 1977, cuando lo designaron jefe del Regimiento 26 de Junín de los Andes. A partir de ahí lo destinaron a Córdoba, volvió al Estado Mayor Conjunto, viajó como observador militar en Medio Oriente y se destacó en varios cursos de Estrategia. Su ascenso a coronel llegó en 1980, y un año después lo destacaron como agregado militar en Honduras, que en aquella época también tenía jurisdicción sobre Nicaragua. Estuvo en ese lugar hasta 1984.
Según un testigo de la noche del asesinato, Guerrero fue uno de los que integró la patota que arrojó al mayor por la ventana. Lo de O´Higgins, en cambio, saltó por azar. Horacio Ballester, amigo de Alberte y principal impulsor del Centro de Militares para la Democracia (CEMIDA), recibió en una oportunidad la visita de una persona que le contó una historia. En los ’80, su vecino de piso era un general bastante parco pero que solía recibir gente y organizar encuentros. Un día espió por la mirilla y vio que alguien de limpieza de la casa contigua sacaba al pasillo dos bolsas con papeles. La curiosidad le ganó y se llevó las bolsas a su departamento. El general parco, su vecino, era O´Higgins, pero los bultos no tenían sólo efectos personales, también había documentos políticos que Alberte guardaba celosamente en su vivienda, y cuatro cartas originales enviadas por Perón, robadas en la noche del crimen. O el represor subió esa madrugada al 6º piso, o alguien le “regaló” parte del botín secuestrado, que con la vuelta de la democracia tiró por temor. Cualquiera de las dos eran razones suficientes como para involucrarlo en la causa.
Si en los próximos días el pedido de agilizar la investigación por parte de la familia de Alberte prospera, Rafecas podría llamar por primera vez a declarar a los dos generales y cerrar de esta manera un círculo que arrancó en abril de 1976 con la primera querella a Videla, y que alternó a 14 jueces autodeclarados incompetentes.
“Nadie nos quería representar –recuerda hoy Bernardo hijo a Tiempo Argentino–, hasta que se animó Jorge Garber, un abogado amigo de mi viejo, cuadrapléjico, que se la jugó. Lo primero que me pidió fue: ‘Bernardito, conseguite un par de fierros porque nos van a matar.’ El primer juez declarado incompetente fue Rafael Sarmiento, en su despacho nos dijo que si veníamos por Alberte perdíamos el tiempo, y que ‘a todos los peronistas había que tirarlos por la ventana’. Después fueron pasando, uno a uno 14 magistrados, como Segián, Eduardo Marquardt, o Martín Anzoátegui”.

DELEGADO DE PERÓN. Alberte fue no sólo uno de los dirigentes más lúcidos de la resistencia peronista, sino una figura que saltó la barrera del discurso –era un excelente orador y escribía muy bien–, y trató de colaborar durante 20 años en la reconstrucción de un movimiento descabezado por la Libertadora en 1955, maniatado por la derecha sindical en los ’60, prohibido por la casta militar y sus partidos políticos aliados –con la UCR a la cabeza–, y cuyos mejores cuadros fueron siendo eliminados por los grupos parapoliciales de la Triple A a partir de 1974, y por un Estado asesino desde el golpe del 24 de marzo.
Como edecán de Perón, lo custodió celosamente durante los bombardeos a la Plaza de Mayo en junio del ’55 (mientras John William Cooke les disparaba a los aviones parapetado en los monumentos), y fue uno de los últimos de quien se despidió el ex presidente en la residencia de la calle Austria, antes de marchar a su exilio en Paraguay, cuando Aramburu y Rojas lo derrocaron en septiembre: “Hijos, que tengan mucha suerte. Si nosotros vamos por el camino de la verdad, volveremos. Si no, no vamos a figurar en la Historia.”
Si el general era el primer trabajador, Alberte llegaba todos los días a la Casa de Gobierno antes, unos 15 minutos, en un viejo Chevrolet modelo ’51. “Mayor, ¿por qué no usa el coche oficial?”, le preguntaba siempre a las 6 de la mañana en la explanada. “¿Para qué, presidente, si tengo el mío y anda bien?”
A partir de aquel golpe de Estado, su vida se llena de exilios, militancia, conspiraciones e ingenio para mantener a una familia con mujer y tres hijos.
El que lo detiene primero es el coronel Carlos De Moori Koenig, después jefe del Servicio de Inteligencia del Ejército, y en sus horas libres profanador del cadáver de Eva Perón. “Dígame, ¿usted adhiere realmente al peronismo?”, le preguntó Koenig. Al golpista, el mayor no le gustaba nada, era demasiado honrado, nunca quería quedarse con algún vuelto. Le molestaba que hubiera formado parte del área de Control de Estado en Presidencia, organismo de auditoría encargado de ventilar casos de corrupción que mancharon a senadores, ministros, altos oficiales de las Fuerzas Armadas y al hermano de Evita, Juan Duarte, que terminó suicidándose por la evidencia. O que hubiera sido pieza clave en el caso Gronda, defendiendo la posición argentina en Italia, frente a intentos de importación de una fábrica de aluminio.
Gran amigo del general Juan José Valle y de Julio Troxler, Alberte formó parte del levantamiento de 1956, e instaló para esa operación la que pudo ser la primera radio clandestina del país, en Avellaneda. Pero con los fusilamientos tuvo que asilarse en la Embajada de Brasil. A los pocos días lo echaron del Ejército y del Círculo Militar.
Después de arreglárselas vendiendo bombachas y corpiños en las calles de Río, en los años ’60 puso una “limpiería” con su hijo, donde hacían tareas de lavado y planchado. Una suerte de “jabonería de Vieytes” donde buena parte de la resistencia peronista vivía en estado de reunión permanente. En su excelente investigación Un militar entre obreros y guerrilleros, Eduardo Gurucharri cuenta el acercamiento del mayor al capitán Jorge Morganti, a Cooke, a Gustavo Rearte. Y explica que durante esos años se muestra “cercano a la postura del doctor Julio César Urien, un juez de paz que se hace llamar Dr. Anael, autor del folleto La Razón del Tercer Mundo. Gurucharri se refiere a la Logia Anael, creada en el ’54 por Perón y el ex presidente brasileño Getulio Vargas, que aborrecía al imperialismo y basaba la liberación mundial en la fuerza que pudieran hacer tres vértices magnéticos ubicados en la Triple A: Asia, África y América Latina. Es en esas reuniones donde, por casualidad, el mayor conoce a un hombrecito enjuto, con rasgos cadavéricos, que se metía donde nunca lo llamaban, y cuya desesperación por trepar lo convertirían después en el hombre más poderoso del país. José López Rega era el administrador de la imprenta donde Urien armaba sus trabajos.

“MANO IZQUIERDA”. En la década del ’60, Alberte fue el verdadero delegado personal de Perón, a pesar de que varios quisieron atribuirse ese papel. Cuando en 1965 Isabel visitó el país, fue el mayor el que la tuvo que esconder en su departamento de la calle Yerbal, por temor a que atentaran contra su vida. En esos años formó la Corriente Peronista 26 de Julio y la Organización de Estudios y Acción Nacional, con militares en situación de retiro, de baja y civiles. Organizó encuentros, publicó documentos, y montó un sistema de correo para enviar informes y recibir instrucciones del líder en el exilio. Empezó a tener protagonismo en la Junta Coordinadora Nacional del Movimiento Peronista, con Horacio Lannes, Roberto García, Mabel Di Leo y Héctor Sampayo, entre otros. Y fue el período más prolífico de sus cartas con el ex presidente.
Madrid, 29 de noviembre de 1966, de Perón a Alberte: “Mi querido amigo: hemos conversado con el compañero Mayor Don Pablo Vicente y frecuentemente lo hemos mencionado a Usted, a quien por efectos de la tarea abrumadora que se cierne sobre mí, no he agradecido aún las infinitas amabilidades que ha tenido con Isabelita durante su estadía en la Patria, lo que hago hoy gustosamente con el agregado de hacerlo también por las actividades que sé que realiza allí en nuestras cosas. Muchas gracias por todo. Estoy informado por Vicente también de que Usted preside la organización OEAN de trascendencia en sus fines coincidentes con los del Peronismo, y deseo asimismo felicitarle por tan importante representación de los camaradas que, un día puede llegar a tener la importancia más decisiva en nuestras cosas.”
Buenos Aires, junio de 1967, de Alberte a Perón: “Mi querido General y amigo: contesto sus cartas del 2, 5, 7 y 17 de mayo que me llegaron juntas y a la mano por conducto de Rubén Antonio. Veo por ellas que muchos compañeros le informan de mi actividad hasta en sus menores detalles (mi detención por Coordinación Federal, mis viajes al interior, mi ‘mano izquierda’). De esto yo me he abstenido de informar, por cuanto prefiero ir dándole resultados. Estos cuestan bastante obtenerlos. Sé que Ud. ha sufrido y ha tenido que aguantar muchos en política, pero yo le aseguro que bajo mi ‘piel de rinoceronte’, con la que he debido cubrirme para aguantar mejor las piedras, los dardos envenenados, las falsedades, las hipocresías, etc., siento la necesidad de usar, no sólo mi ‘mano izquierda’, sino también mis uñas, mis pies, mis puños, mis dientes y todo aquello que me permita enfrentar a toda esta manada de lobos, que no aparentan ser otra cosa esta caterva de políticos y dirigentes que se han posado sobre el Movimiento para descarnarlo y transformarlo en un esqueleto muerto, sin vida.”
También se acercó a la juventud, que entre la simpatía y el respeto lo llamaba “el Mayor”, en un juego que aludía a su grado y a la diferencia de edad que le sacaba a los militantes de la JP. Cuando en agosto de 1967 la policía baleó al universitario Javier Casciero, mientras pintaba la leyenda “Perón Única Solución” frente al Hospital Militar, Alberte responsabilizó por el hecho al general Mario Fonseca, diciéndole que “la psicosis de odios y rencores creada contra el Peronismo por la antipatria ha influenciado poderosamente a los agentes de la represión y los ha transformado en asesinos a sueldo”.
Trabajó para que Augusto Vandor no hiciera el peronismo sin Perón, y no dudó en ponerse del lado de Raimundo Ongaro en la gestación de la CGT de los Argentinos. Para sostener ese discurso fue uno de los impulsores del periódico Con Todo, donde estuvieron Gurucharri, Rearte, Tomás Saraví, Alfredo Ferraresi, el ex sacerdote Miguel Mascialino, García Elorrio y Alicia Eguren, compañera de Cooke. Y Con Todo fue el que publicó, tras la muerte del Bebe, uno de los párrafos mejor escritos que recuerden a la militancia: “Hay épocas en que la dignidad de pueblos enteros reside en el coraje desesperado de unos pocos, cuyos atormentados sueños de justicia preforman las leyes de una humanidad nueva. Cooke perteneció a esa minoría predestinada y se expuso sin retaceos.”
El mismo día de aquella muerte, algunos miembros de la JP que se entrenaban en Taco Ralo, Tucumán, con Envar El Kadri a la cabeza, fueron detenidos por el Ejército. Era el primer signo de la existencia de guerrillas en el país, y Alberte otra vez salió a defender a sus pibes: “Hace pocos días, un grupo de argentinos levantados en armas y rebeldes fue apresado en los montes de la sufrida Tucumán, cargándose sobre ellos la acusación de comunistas y trotskistas, con lo cual se ha querido confundir a la opinión y minimizarse un problema que tiene la magnitud de todo un pueblo sojuzgado en rebeldía. Los compañeros apresados son peronistas. Las fuerzas de la represión y los servicios de informaciones han calificado arbitrariamente el alzamiento con la finalidad de ocultar la existencia del peronismo revolucionario enfrentado al régimen y para descargar en estos argentinos una represión feroz y también arbitraria.”
La represión feroz y arbitraria siguió, pero el mayor nunca aceptó el consejo de sus amigos: pasaje a Uruguay, casa y comida por un tiempo, contactos para un trabajo y esperar hasta que aclare. La Triple A lo tenía marcado. Como había pasado con Moori Koenig, al Brujo nunca le gustó ese mayorcito que lo miraba con desconfianza desde aquella primera reunión en la imprenta. Y no se olvidaba del papelón que le hizo pasar cuando Alberte, con su amigo Troxler, le buchonearon a Perón que él, Lopecito, estaba grabando clandestinamente una conversación mientras Julio le informaba al líder detalles del trabajo de la Juventud.
Entre el ’74 y el golpe, la Triple A asesina a varios de los cuadros más cercanos al mayor, como Carlos Mugica y Rodolfo Ortega Peña. Pero la muerte de Troxler es la que más siente, indignado cuando se entera que lo acribillan en un callejón de Barracas.
“Era una época muy convulsionada –dice Bernardo hijo–; mi viejo se daba cuenta que estaban todos en peligro, así como se dio cuenta que se venía el golpe de Estado, y por eso escribió su famosa carta. Hay un mensaje que le manda a Perón en el ’72, aconsejándole no volver porque no estaban dadas las condiciones. Perón estaba rodeado de traidores, era evidente que la cosa terminaría mal”. Y agrega: “Pero lo que nunca perdió fue su capacidad de organización, incluso en medio del terror y el caos. Al negocio siempre venían amigos y militantes como Gurucharri, Troxler o Marita Foix, y a cada rato me decía: ‘Gordo, la limpiería tiene que dar plata’. La plata la necesitaba para mantener a la familia, pero también era para el Movimiento. A los pocos días del asesinato me llegó un paquete. Pensé que era una bomba, pero me animé y lo abrí. Era una caja con 140 pasajes de Aero Perú, que el viejo pagaba en cuotas y recibía regularmente. Después supe que se los repartía gratis a los compañeros que estaban amenazados, para que se fueran del país.”

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