jueves, 24 de marzo de 2011

Aquella dramática madrugada del 24 M

Tiempo Argentino
24 de marzo de 2011

Por Alberto Dearriba

Las últimas horas del gobierno de Isabel Martínez de Perón. El lockout patronal que preparó el terreno, el rol de la embajada de los EE UU y el del Vaticano. El inicio sin violencia de la dictadura más sangrienta de la historia.


No había pasado la primera media hora del 24 de marzo de 1976 cuando María Estela Martínez de Perón apoyó sus manos sobre la larga mesa y dio por terminada la última reunión de gabinete de su agónico gobierno con una frase esperanzada: “La seguimos mañana.” Inmediatamente se encaminó a la terraza de la Casa Rosada para abordar el helicóptero que debía trasladarla a Olivos. La acompañaban su secretario, Julio González; su edecán naval, el capitán de fragata Ernesto Diamante; el jefe de su custodia personal, el suboficial de policía Rafael Luisi; y el oficial principal de la Policía Federal, Mariano Troncoso.
Dos pilotos de la Fuerza Aérea esperaban al comando del helicóptero. Isabel fue la primera en subir y acomodarse extenuada en su asiento. Era la enésima vez que le anunciaban un golpe. Pero tras parlamentar con los tres jefes militares –Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y Orlando Ramón Agosti– el ministro interino de Defensa, Alberto Deheza, le había dicho que se había abierto un compás de espera.
Los últimos tres meses habían sido dramáticos. En diciembre fracasó el intento golpista del brigadier ultranacionalista Jesús O. Capellini, que demostró que no habría resistencia popular. En Nochebuena, Videla había emplazado al gobierno desde los montes tucumanos. En la víspera de Reyes, los tres comandantes habían pedido en Olivos la renuncia presidencial. En los primeros días de febrero, el general Roberto Viola terminó de redactar la orden de batalla del golpe. El olor a pólvora se percibía a varias cuadras de los cuarteles. Dos días después del demoledor lockout empresario del 16 de febrero, Videla presidió una hermética reunión de mandos tras la cual el jefe de los espías, el general Otto Paladino, le trasmitió a Isabel que si no renunciaba, el golpe sería inevitable. La presidente rechazó el ultimátum, pero les prometió a los militares un plan represivo que incluía hasta la pena de muerte y que no se postularía para la elección que sería antes de fin de año. No obstante, los cabecillas ya no aceptaban las ofrendas que periódicamente les entregaba Isabel, entre las que se contaba el plan de ajuste de Emilio Mondelli.
El 23 de febrero, Deheza les pidió una definición a los comandantes, luego que Ricardo Balbín le dijera a diputados radicales que si la presidenta no renunciaba, el golpe sería irreversible. Videla le dijo al ministro que el Ejército tendría “la obligación irrenunciable de intervenir”, si el poder político dejara un vacío que sería ocupado por la subversión. Deheza intentó obtener precisiones, pero Videla replicó elíptico: “Mi reloj no tiene calendario.”
Los tres comandantes criticaron la situación económica, la inflación, el desequilibrio de la balanza de pagos y el “desborde sindical”. Desde el año anterior, la CGT y las 62 daban muestras de no poder contener los paros impulsados por los sectores combativos. Deheza prometió que la presidenta impondría su autoridad, pero Agosti replicó que “ni siquiera tiene el apoyo de su propio partido”.
Para entonces, el embajador de los Estados Unidos, Robert Hill, ya sabía que el presidente sería Videla y no Viola porque sus ideas “populistas” eran rechazadas por el generalato liberal, mientras que monseñor Pio Laghi tenía el dato de que Isabel quedaría detenida en un centro de descanso militar.
Los rumores golpistas habían comenzado cuando Perón agonizaba. En medio del clima de orfandad que dejaba el anciano líder, un editorial del New York Times dio pábulo a la posibilidad de que los militares volvieran a gobernar la Argentina. Pero sólo los tres cabecillas sabían cuándo sería el “Día D”.
En el asiento del helicóptero, Isabel pensaba que todo era “acción psicológica”. Cuando la máquina despegó de la terraza de la Casa Rosada, uno de los pilotos trasmitió el movimiento por radio. Del otro lado, el general Rogelio Villarreal, el almirante Pedro Santamaría y el brigadier Basilio Lami Dozo recibieron con alivio el aviso que esperaban en el sector militar de Aeroparque. Si la presidenta decidía dormir en la Rosada, hubieran tenido que atacar la Casa de Gobierno con tanques y tropas de Palermo. Y el jefe de Granaderos había advertido que resistiría.
Al sobrevolar la costa del Río de la Plata, el helicóptero comenzó a vibrar más de lo habitual y a perder altura. Los pilotos informaron que se había plantado un motor y que descenderían en Aeroparque. El aparato se posó sobre la oscura pista a las 0:50. Luisi y González sospecharon algo: el suboficial acarició la cacha de su pistola y el secretario las cuentas del rosario que siempre lo acompañaba. Convinieron con Isabel aguardar dentro de la nave hasta que llegaran los automóviles que los trasladarían a Olivos. “Cuando se planta una turbina existe peligro de incendio”, exageró uno de los pilotos. Isabel tomó la delantera para recorrer los últimos 100 metros de su gobierno.
La presidenta ingresó a la pequeña oficina en la que esperaban Villarreal, Santamaría y Lami Dozo, pero los integrantes de su comitiva fueron reducidos por un pelotón de oficiales y suboficiales vestidos como soldados aeronáuticos. Los tres sublevados se pusieron de pie y saludaron a la presidenta. Isabel se sentó en el borde de un sillón con la espalda erguida y los miró inquisitivamente. Villarreal tampoco le sacaba la vista de encima porque le habían advertido que la presidenta solía llevar un pequeño revólver en la cartera que apretaba sobre su falda.
El general juntó fuerzas para decir lo que había ensayado varias veces en esos días:
–Señora, las Fuerzas Armadas han decidido tomar el control político del país y usted queda arrestada.
–Estoy preparada para que hagan conmigo lo que dispongan –dijo con dignidad Isabel, que temía que la fusilaran.
–Nuestra presencia aquí tiene por fin garantizar su seguridad personal –la tranquilizó el general.
–¿Se puede saber que harán conmigo?
–La trasladaremos al Mesidor.
–Mi marido siempre me decía que confiara en el Ejército y ahora ustedes me traicionan...
–No se trata de una decisión del Ejército, sino de las Fuerzas Armadas.
–Justo ahora que la CGT me apoya y que me va a respaldar en la lucha contra la subversión, ustedes me hacen esto.
–Tenemos puntos de vista distintos, señora. La visión de las Fuerzas Armadas es muy diferente.
–General, ¿usted tiene hijos?
–Sí. Es por ellos que asumo esta responsabilidad con total decisión.
–Correrán ríos de sangre cuando el pueblo se entere y salga a defenderme.
Isabel pidió que la gobernanta española de Olivos, Rosarito, le trajera ropa y efectos personales. Pero 40 minutos después, las valijas no habían llegado. Villarreal le pidió entonces a la presidenta que subiera al avión presidencial que esperara en la pista y le prometió que le enviaría todo lo necesario. Isabel podría tener en el sur hasta los caniches de Perón. Poco después de las 2 de la mañana, el Fókker T-02 despegó del Aeroparque rumbo al aeropuerto de San Carlos de Bariloche, con una sola pasajera sentada en el medio de la nave: María Estela Martínez. Sin la más mínima resistencia se había instalado en el país la más feroz dictadura.

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