jueves, 31 de marzo de 2011

“Sube rápido, hombre, sube”

Tiempo Argentino
31 de marzo de 2011

Por Hernán Brienza Periodista, escritor, and politólogo.

Si se me notaba nervioso, se me notaba como realmente estaba. Desde mi aldeanismo sólo pensaba: ‘¿Cómo llegué hasta acá?’ Y ‘si me vieran los pibes del barrio’, una frase que siempre utilizo en joda cuando algo me sale bien.


La “verdad verdadera” es que todo ocurrió casi casi de casualidad. La Facultad de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata me invitó a estar en el palco junto a Tristán Bauer, Carlos “Calica” Ferrer, Hermán Schiller, Stela Calloni, entre otros, para presenciar el acto en el que se la iba a entregar el premio Rodolfo Walsh al presidente venezolano Hugo Chávez. Y allí fui, en esa agradable tarde de otoño, con un ejemplar de mi libro Valientes bajo el brazo, por si “pintaba” la posibilidad de dárselo en mano al líder de la Revolución Bolivariana, que desde hacía unos meses elogiaba mi libro El loco Dorrego en público o lo leía en la televisión venezolana o en encuentros de militantes o lo recomendaba a otros líderes la región como el mismo Fidel Castro. Es decir que más allá de la cuestión política e ideológica, de la experiencia de un proceso popular y revolucionario que me merece más que respeto, me llevó hasta allí una deuda de tipo personal con un protagonista de la historia sudamericana
Cuando me senté en la grada, mensajeé por celular a uno de los funcionarios de la embajada anunciándole que traía mi libro y que si se podía, que alguien se lo hiciera llegar. La respuesta fue: “Ya te ubico.” Minutos después llegó el hombre, de impecable traje, y me dijo con tono caribeño: “Sígueme, Hernán.” Lo seguí. Conversó unos segundos con el asistente personal del presidente venezolano y luego me dijo: “Tú te quedas aquí, que cuando baje el presidente, lo detenemos y le entregas el libro ¿te parece?” Le contesté que sí, que no había problemas, y me quedé parado allí, en las sombras, esperando que Chávez terminara su discurso. Los minutos pasaban macilentos. Y las piernas se me agarrotaban y acalambraban mientras el presidente venezolano seguía incansable con su alocución frente a miles y miles de militantes del Movimiento Evita, la Cámpora, la Juventud Sindical, Quebracho, entre otras agrupaciones. Desde mi celular twiteé: “Por ahí en un rato me cruzo con Chávez.”
Minutos después, Chávez dijo “porque el año pasado recibí un twitt de la presidente Cristina…”. Y supe que iba a hablar de El Loco Dorrego. A veces es increíble como 140 caracteres pueden cambiar la historia de una persona y la suerte de un libro. Porque eso fue lo que hizo la presidenta Cristina Fernández cuando le recomendó mi trabajo a su par venezolano. (Digresión I: una vez más, desde lo estrictamente personal, muchas gracias).
Lo que no supe es que Chávez iba a empezar a los gritos “Hernán Brienza, dónde está Hernán Brienza”, y que su asistente me iba a tomar de los hombros y me iba a ordenar: “Sube rápido, hombre, sube.” Y allí sentí algo parecido a lo que debe pasar por la cabeza de un futbolista cuando sube por el túnel hacia el campo para jugar un superclásico: vértigo, retortijones y temblor en las piernas. Subí los escalones de dos en dos y cuando llegué lo vi a Chávez con su sonrisa gardeliana, esperándome con los brazos abiertos. Si se me notaba nervioso, se me notaba como realmente estaba. Desde mi aldeanismo sólo pensaba: “¿Cómo llegué hasta acá?” Y “si me vieran los pibes del barrio”, una frase que siempre utilizo en joda cuando algo me sale bien. Y frente a mí, el presidente Chávez le decía a Bauer que debían hacer una película sobre Dorrego en coproducción argentino-venezolana. Y la gente que me miraba, me saludaba y sonreía y se alegraba. Y yo no podía controlar mi cara de chico con juguete nuevo. Y me decía a mí mismo: “Ponete serio, ponete serio.” Y no podía, sabrán perdonar. Y pensaba en mis viejos, en mi familia y en los amigos que me quieren bien, que muchos de ellos se hicieron presentes en mi celular que no paraba de sonar y sonar. Luego vinieron los abrazos con Estela de Carlotto, Hebe de Bonafini, Martín García, Rosa Bru, Milagro Sala, entre otros. Finalmente, Chávez concluyó su discurso y se dio vuelta para saludar a cada uno de los que estaban en el escenario. Voy a contar una infidencia: él estaba visiblemente emocionado, con los ojos húmedos, al borde de las lágrimas, en un gesto que desnuda toda la humanidad de un líder que muchos ven como un hombre blindado. Entendí algo sobre el poder: no todo es cinismo, frialdad y especulación en los líderes, como uno cree. Hay muchos más elementos afectivos y sentimentales de lo que uno cree. (Digresión II: una vez más, desde lo estrictamente personal, muchas gracias).
Pido disculpas por esta columna arrebatada, egocéntrica y un poco exagerada. Está escrita ayer a las dos de la mañana, luego de regresar del acto de La Plata. Juro, estimados lectores, que el domingo vuelvo a escribir sobrio y circunspecto como todas las semanas. Pero hoy déjenme hacerlo con el candor y la ingenuidad de quien una vez, como canta Joan Manuel Serrat, se vio llevado por la vida en volandas

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