jueves, 24 de marzo de 2011

La importancia de haber perdido el miedo

Tiempo Argentino
24 de marzo de 2011

Por Ricardo Forster

Recién ahora se puede atacar este miedo que se prolongó durante décadas. Recién ahora se pudo tomar esa distancia necesaria que permite comenzar a saldar las deudas del pasado. Recién ahora se pudo comenzar a desatar los nudos que seguían sometiendo a los cuerpos.


El 24 de marzo de 1976 impone en mí, en principio, un viaje retrospectivo a mi adolescencia o post adolescencia, a mi experiencia de cuando cumplí 18 años. Y era, como muchos jóvenes de la época, alguien involucrado en la militancia, en la participación política y en los sueños revolucionarios de gran parte de esa generación. Y sin embargo, los jóvenes de aquellos días, nosotros, no teníamos una plena conciencia de los nubarrones que se iban acumulando y de la brutal tormenta que se iba a venir. Desde luego, ya el año 1975 fue muy duro: los asesinatos de la Triple A, entre otros crímenes, presagiaban algo de lo que se anunciaba. Es decir, que se percibía e incluso se hablaba del golpe sin eufemismos, se lo anticipaba y muchos lo reclamaban. Y si digo esto es porque no podemos decir que nos sorprendió. Lo que nadie imaginaba en su brutal dimensión fue la magnitud, la noche dictatorial, el terror, el nivel de violencia que iba a desplegarse sobre la Argentina
La democracia en aquel tiempo previo era débil, plena de contradicciones. Pero había que retrotraerse a lo que fueron los ‘70, y a esa Argentina que como gran parte de América Latina estaba integrada a un tiempo mundial bipolar repartido entre los Estados Unidos y la URSS, y la Guerra Fría, y acá en América Latina lo que fue la Doctrina de Seguridad Nacional. El golpe en contra de Salvador Allende en 1973 fue el más duro de una larga lista. Pero también en Uruguay, en Bolivia… Es decir que existía una democracia que languidecía, que perdía espesor, y no se encontraban alternativas para impedir la llegada de una derecha muy dura.
Pero también hay que decir que el golpe de 1976 no fue pura y exclusivamente en contra de las militancias revolucionarias, de la izquierda peronista, de la marxista, de las guerrillas. Fue apenas uno de sus objetivos. Quizás, el objetivo central fue transformar la totalidad de la Argentina, es decir reorganizar el orden económico, y desde luego social y político. Esa es más bien la centralidad del golpe: volver a una distribución menos justa de la riqueza, a tiempos pasados que remitían a un país inequitativo, modificar la sociedad, quebrarle su memoria de equidad, para lograr el avance hacia una concentración absoluta del poder y de la riqueza; de eso se trató el proyecto económico de Martínez de Hoz, de modificar el paradigma productivo debilitando a la clase trabajadora y quebrando sus organizaciones. Para eso, por supuesto, era necesario neutralizar la efervescencia política, la protesta, el debate.
Reprimir casi hasta la extenuación al movimiento obrero. No es para nada casual que se hayan sometido a ese movimiento secuestros y asesinatos. De modo que el golpe de 1976 fue organizado merced a un gran plan tansformador de la Argentina.
Hay que decir que eran años de una enorme tensión en el mundo. Y sin embargo, la entrada a la noche dictatorial marcó un antes y un después en la Argentina. Yo en los primeros años del golpe estuve fuera del país, y el registro de lo que ocurría era mayor en el exterior, en términos de información y de denuncias, al que existía en la Argentina. Quiero decir con esto que hubo un silenciamiento y, en casos muy notables, una gran complicidad de los medios de comunicación hegemónicos para que nada se supiera.
En el sentido de que aquel plan criminal que buscaba modificar profunda y decisivamente a la Argentina impuso una transformación de la vida cotidiana. En las cuestiones más básicas, las que tienen que ver con la libertad se impuso la censura y el miedo, el miedo a mantener aquellos vínculos de las experiencias políticas previas, esas camaraderías que ahora quedaban neutralizadas con una eficacia notable. Miedo al otro, miedo a la sombra nocturna, a hablar de más, al nombre maldito que se empezaba a pronunciar en voz muy baja: “los desaparecidos.”
Se abría así una nueva etapa, la etapa de la gestación de una sociedad amordazada, donde comienza a darse la imposibilidad de la palabra propia. Asociado al miedo y a la represión el éxito de Martínez de Hoz, de la plata dulce y de su proceso de desindustrialización que se retoma en los ’90. Se trataba de la apuesta por hacer regresar a la Argentina a un pasado que nunca fue glorioso, o que lo fue solo para muy pocos.
Un pasado, entonces, lejano: a ese pasado se quería regresar, los tiempos de un modelo de país agroexportador. Y sus avatares previsibles: el necesario achicamiento del Estado, la claudicación de cualquier programa más o menos equitativo, la atmósfera asfixiante de silencio y complicidad y los campos de concentración, que eran un secreto que se sabía, pero que no se compartía. Por lo tanto, hubo un gran silenciamiento, de la protesta, de los cuerpos, de la actividad periodística. Represión de la política, del debate y oscuridad. Y una gran complicidad civil, de los poderes económicos y mediáticos.
Recién ahora, a partir de estos últimos años, ha habido una reconstrucción de la memoria, al menos en el sentido de la labor de reparar las injustitas, sobre todo los crímenes. Recién ahora se puede atacar este miedo que se prolongó durante décadas. Recién ahora se pudo tomar esa distancia necesaria que permite comenzar a saldar las deudas del pasado. Recién ahora se pudo comenzar a desatar los nudos que seguían sometiendo a los cuerpos. Y en esto han coincidido la sociedad y el gobierno de Kirchner.
Si resulta indudable que este es un gobierno que avanzó con inusitada energía en el terreno de los Derechos Humanos, también es indudable que el gobierno amplifica una energía que se venía generando desde la propia sociedad. Un cierto hartazgo de ese pasado oprobioso y de lo que vino después: las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, los indultos de Menem. O el desdén generalizado por la sociedad argentina de los ’90.
En los últimos años, con aciertos y errores, la política regresa al interior de la vida cotidiana. El golpe, la crisis del final del gobierno de Alfonsín que había gestado el hecho memorable del juicio a los genocidas militares, los tiempos menemistas de impudicia y olvido, se caracterizaron no sólo por una brutal caída en las virtudes gubernamentales sino por el vaciamiento generalizado de la política.
Y así se abre una grieta que la demanda social no alcanza a ensanchar por ella sola pero que, de un modo inesperado, recibe el impulso de una clara decisión gubernamental. Son años estos en que al fin la culpa impagable y nunca confesada por el pasado puede comenzar a expresarse. Desde luego hay heridas no curadas de ese pasado, marcas indelebles en el cuerpo que irían recordando que aquello que no se repara adecuadamente persiste en el daño. Hoy tenemos la conciencia de esa máxima. Lo que hace que hoy hayamos comenzado a actuar para reparar los crímenes de ese golpe, hace 35 años.

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