martes, 17 de mayo de 2011

El sentimiento de lo diabólico

Página 12
17 de mayo de 2011

En el último tramo del juicio oral, el fiscal Félix Crous dio por probada la intervención de los ocho acusados en el centro clandestino y avanzó con la descripción de las víctimas, entre ellas Raymundo Gleyzer y alumnos del Nacional de Buenos Aires.

Por Alejandra Dandan

La última etapa de los alegatos de las querellas por los crímenes cometidos en el centro clandestino El Vesubio estaba por empezar. Los tres militares acusados, aún en libertad, ya estaban sentados. A los otros cinco imputados, ex agentes penitenciarios, les habían sacado las esposas y estaban ahí, a la espera, en su nueva condición de prisioneros. El fiscal Félix Crous, a cargo del armado de este último tramo en el juicio oral, empezó el alegato con estas palabras: “Pienso que todos los aquí reunidos coincidirán conmigo en que cada vez que, a través de testimonios personales o de documentos, tomamos contacto con la cuestión de los desaparecidos en la Argentina o en otros países sudamericanos, el sentimiento que se manifiesta casi de inmediato es el de lo diabólico. Desde luego, vivimos en una época en la que referirse al diablo parece cada vez más ingenuo o más tonto, y sin embargo es imposible enfrentar el hecho de las desapariciones sin que algo en nosotros sienta la presencia de una fuerza que parece venir de las profundidades, de esos abismos donde inevitablemente la imaginación termina por situar a todos aquellos que han desaparecido”.

Sólo al final Crous contó que esas palabras las había pronunciado Julio Cortázar en 1981, en París, para el coloquio sobre la política de la desaparición forzada de personas, en medio de la pelea para que Naciones Unidas reconociera el estatus de los desaparecidos. Y aquí, en la trama de El Vesubio, fue el soporte para anclar el alegato por 155 víctimas del campo de exterminio ubicado en el cruce de Riccheri y General Paz. Algunas de ellas, dijo Crous, recuperaron la libertad; 22 aparecieron asesinadas y existe una “enorme cantidad de desaparecidos”, cuyos cuerpos aún buscan sus familiares.

“Nosotros nos sentimos muy honrados de estar en ese futuro que señalaba Cortázar, acusando a quienes acusamos en este juicio”, dijo el fiscal. “Estamos acá porque las madres jamás abandonaron a sus hijos, porque los hijos nunca abandonaron a sus padres, porque azuzaron a una sociedad narcotizada por el consumo o la angustia por la sobrevivencia a recordar que aquí había cosas pendientes.”

El alegato se extenderá toda la semana. En el comienzo, la fiscalía homenajeó a dos abogados, víctimas de El Vesubio, y sin mencionarlo le dedicó una crítica a Pablo Jacoby, que actúa en representación del gobierno alemán por una de las víctimas y es socio, a la vez, del estudio jurídico que defiende a la dueña del Grupo Clarín, Ernestina Herrera de Noble, en la causa por la identidad de sus hijos adoptivos Marcela y Felipe.

En el proceso por los delitos perpetrados en El Vesubio son juzgados ocho represores: los militares Hugo Pascarelli, Héctor Gamen, como jefes de área, y Pedro Durán Sáenz, a cargo del centro clandestino, y cinco ex agentes penitenciarios. Las querellas vienen pidiendo prisión perpetua para los militares porque son los únicos acusados hasta ahora por los 22 homicidios. Crous empezó por ese punto; dio por probada la intervención de todos los acusados en los hechos vinculados al campo clandestino y explicó la lógica de los homicidios: “Los cuerpos pertenecían a personas sacadas para ser fusiladas en completa indefensión, sus cuerpos se hallaron en escenas montadas para mostrar al resto de la sociedad los resultados de un supuesto enfrentamiento con las fuerzas de seguridad”. Así aparecieron todos los cuerpos en episodios ocurridos en Monte Grande, Del Viso, Avellaneda y Lomas de Zamora.

Luego avanzó con la descripción de las víctimas de 1976, 1977 y 1978. Un dato: la descripción reconstruyó trayectorias políticas, pero del modo en el que fueron narradas durante el juicio; no aparecieron en la voz de los fiscales, sino con el tipo de relato de cada sobreviviente o familiar.

El ’76 es el período más borroso de El Vesubio. Funcionaba sólo una de las tres casas destinadas a la organización de la represión y es el año con menos registros de víctimas, porque además hay menos sobrevivientes. La primera víctima cuyo caso fue reconstruido fue Gabriel Oscar Marotta, secuestrado el 29 de abril en La Plata, blanqueado y liberado en octubre de 1982. Durante su cautiverio, escuchó a otro compañero decir que estaba muy apenado porque había mandando “en cana a Haroldo Conti”. El caso del escritor no pertenece a la causa, pero su mención pareció indicar alguno de los pedidos que se harán al término del alegato.

Otra víctima del ’76 vinculada a Conti fue Raymundo Gleyzer. La fiscalía acusó por el secuestro a Gamen y Pascarelli y dio por probado que lo secuestraron el 27 de mayo de 1976. Ese día almorzó en casa de su madre, a las 16 pasó por el sindicato de cine y a las 18 no llegó a recoger a su hijo. Su hermana Greta encontró el departamento desvalijado. Una vecina había escuchado gritos, vio a varios hombres llevarse cosas y, cuando preguntó si era una mudanza, le respondieron: “Acá hay mudanza para rato”. Gleyzer permaneció en El Vesubio hasta el 20 de junio de 1976. Sus amigos ya denunciaban que estaba con Conti. Sabían que lo habían tirado en “una mesa completamente electrificada, que en lugar de tener simples electrodos, las personas eran cortadas vivas”.

En 1976 hubo un grupo de estudiantes del Colegio Nacional de Buenos Aires, de la UES. La fiscalía dio por probado el traslado a El Vesubio de Federico Julio Martul y Gabriel Dunayevich, de 17 y 18 años, cuyos cuerpos aparecieron el 3 de julio de ese año en una banquina de Del Viso. Estaban boca abajo y a los extremos del cuerpo de Leticia Akselman, otra víctima. Tenían impactos de bala y, por un grupo de vecinos, sus padres pudieron saber que los fusilaron, los ataron con alambres y les pusieron un cartel que decía: “Fui Montonero”.

Un dato particularmente subrayado fue el procedimiento sobre los cuerpos. “Usualmente se descubrían uno o dos días más tarde –dijo Clarisa Miranda, fiscal adjunta–, pasaban a manos de la policía local y los llevaban a la morgue.” Un médico forense hacía la autopsia y certificados, pero “ni una sola medida servía para investigar las identidades, que era muy fácil de hacer con las pruebas dactilares”. A los cuerpos los depositaban como NN en el cementerio local y el caso se cerraba. Pero con Martul la “burocracia atentó contra la clandestinidad”, porque la extracción de las huellas le permitió a su familia dar con su cuerpo pocos días más tarde. “Desde entonces el expediente no tuvo ningún avance significativo, nada hizo el Poder Judicial para identificar a las otras víctimas hasta el retorno a la democracia.”

Uno de los hechos centrales de 1977 fueron las 16 víctimas de la masacre de Monte Grande. Entre ellas está Elizabeth Kaserman, secuestrada a principios de marzo de 1977, y un grupo de militantes de la brigada obrera del Poder Obrero. Sus caídas y la lógica con que fueron perseguidos aparecieron con claridad en el juicio por los relatos de testigos, pero también por los documentos de la ex Dirección de Inteligencia de la Policía Bonaerense (Dipba).

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