domingo, 27 de febrero de 2011

La Cucarda del Tilingo Nacional

Tiempo Argentino
27 de febrero de 2011

Por Hernán Brienza

No contento con insultar el sistema público de Educación, el funcionario Carlos Pirovano comete la estupidez de admitir que él usufructuó los beneficios de la universidad gratuita. Se despacha mordiendo la mano que le dio de comer.


I la Gran Cucarda del Tilingo Nacional Argentino esta semana es para Carlos Pirovano, subsecretario de Inversiones del Ministerio de Desarrollo Económico del gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Pero no sólo por sus hallazgos literarios en Twitter, como por ejemplo: “¿Y si asumimos que la educación pública está muerta y con esa plata le pagamos a los chicos una escuela privada?” o “Le regalamos las escuelas públicas a los maestros que dejarían de ser empleados públicos y podrían ser empresarios… (Así, los docentes) dejarían de discutir por el salario y se preocuparían por brindar una buena educación y recibir el cheque del gobierno”. En su genial defensa de sus posturas se pone al desnudo la totalidad de su tilinguería.
Si Pirovano hubiera estudiado en una universidad extranjera de esas a las que van los hijos de las familias acomodadas de la Argentina, si hubiera estudiado en la San Andrés, en la Di Tella, en la Católica, en cualquier centro universitario privado de nuestro país, sus dichos no estarían justificados, pero al menos podría comprenderse que su desprecio por lo público es el resultado de una formación académica de corte liberal conservador. Pero no. ¡El tipo estudió en la UBA! ¡Y encima lo proclama! Es decir, no contento con insultar el sistema público de Educación –algo que ni el liberal más libérrimo se animaría ya que uno de los pocos roles que hasta el libertario Robert Nozick pone a resguardo del Estado es justamente la Educación–, comete la estupidez de admitir que él usufructuó los beneficios de la universidad gratuita. Es decir, luego de estudiar durante años a costa de todos los argentinos que con sus impuestos pagaron la instrucción de Pirovano –desde Paolo Rocca, del Grupo Techint, hasta la abuelita que con su magra jubilación paga un 21% de IVA– el personaje en cuestión se despacha mordiendo la mano que le dio de comer.
En síntesis, se trata de uno más de los tantos beneficiados por la Educación pública que una vez usados sus recursos, se pone al servicio del gran negocio privado de la enseñanza. No sería grave si fuera sólo una persona. Pero el funcionario representa una gran corriente de la tilinguería de clase media. Y lo que es peor: representa el pensamiento de Mauricio Macri –no así de su hermana, espero, que también estudió en la universidad pública, tras una interesante decisión propia–. Porque si hubiera sido de otro modo, el jefe de gobierno porteño ya le habría pedido inmediatamente su renuncia. Es más, la subejecución del presupuesto educativo para las escuelas del Estado y el mantenimiento de la política de subsidios para las privadas es una clara demostración de que Macri piensa igual que Pirovano.
Es preocupante porque significa que las nuevas camadas de la élite liberal conservadora de este país ya ni siquiera creen en el beneficio democrático de la educación pública gratuita y universal que instituyeron sus padres fundadores como Domingo Sarmiento o Julio Argentino Roca.
Por lo demás, sólo pedirle a Pirovano que tenga la gentileza de devolverle al pueblo lo que es del pueblo: la inversión que hizo en la educación de un hombre que, evidentemente, no merece, porque desprecia esa solidaridad colectiva.

II. Los pensadores del liberalismo –conservador o progresista–, aquellos que escriben con mayor o menor lucidez en los diarios Clarín y La Nación, que “son la Argentina”, como sostiene Elisa Carrió, sostienen que es la razón el arma ideal para encausar el desborde “barbárico”, en términos de Rodolfo Kusch, que sospechan detrás del sentimentalismo popular que despiertan los hechos históricos cargados de simbolismos y de condimentos afectivos. Recelan y sienten repugnancia, por ejemplo, por los personalismos –siempre y cuando no sean ellos los destinatarios de los homenajes, claro– y por las demostraciones de cariño y devoción del pueblo hacia sus líderes y representantes. Durante la masiva despedida de Néstor Kirchner, los intelectuales racionalistas no entendieron qué le pasaba a esa muchachada que se agolpaba detrás de las rejas para despedir al ex presidente. Y ahora tampoco entienden el profundo simbolismo que significa la imagen de la presidenta Cristina Fernández vestida de riguroso luto, sola, allí en las tribunas relacionándose afectivamente con el pueblo. Basta ver las miradas de los hombres y las mujeres que la escuchan en los actos o en la televisión para darse cuenta de que en esos ojos ocurre algo más, un encantamiento, un dejo de magia.
Esta semana, la presidenta se presentó en Catamarca –una de las provincias que renueva autoridades dentro de muy pocos días– en un acto que tuvo mucho ruido a campana de largada. Habló de fortalezas propias, pero también pidió acompañamiento para los tiempos duros que se avecinan. Y en ese momento la política otra vez quedó atravesada por la dimensión humana. La presidenta también es un ser humano, también es una mujer, una persona. Parece una estupidez esta sentencia –de hecho no es ninguna genialidad– pero teniendo en cuenta con el salvajismo y la brutalidad con que los intelectuales y los voceros del liberalismo conservador se ensañan con Cristina Fernández parece necesario una vez más recordar su dimensión estrictamente humana.
Para la oposición y la derecha, la presidenta es una Otra. Es ajena. No han logrado –como si pudo hacerlo un gran sector popular– ponerse un instante en los zapatos de esa mujer vestida de negro que desde la altura de sus convicciones pide que la acompañen.
Los sectores populares sí se identificaron. Por eso, además del apoyo político a la gestión y al modelo, la imagen personal de la presidenta trepó en casi todas las encuestas serias al 60% de positividad. Se sabe que cierto camino de la cursilería –no entendida como berretismo sino como sensiblería– es la forma que tienen los pueblos para transitar su felicidad. El peronismo –el movimiento más noblemente kitsch de la Argentina– comprendió esto hace mucho tiempo y por eso es el movimiento que mejor representa los deseos, los sueños, las miserias y las contradicciones de los argentinos. La intelectualidad racionalista, en cambio, no tolera esas exageradas manifestaciones de afectividad popular. No soportan la capacidad simbólica y su rol constructor de mitos.
Los racionalistas argentinos miran con develado desdén las manifestaciones pasionales a las que acusan de “peligrosa irracionalización”. Pero hay algo que no comprenden: Si en algún momento la vida de un ser humano y la historia de un pueblo alcanza a vislumbrar lo maravilloso y recuperar algún sentido es justamente durante sus desbordes políticos, estéticos, vitales. Además, conviene recordar que los argentinos fuimos testigos de que el juego de la elección racional, la lógica del mercado, el egoísmo noventista nos condujo a la balaustrada de la disolución nacional.
Para que un hombre sea generoso hay que obligarlo o persuadirlo de que hay un bien superior a su propio interés. ¿Por qué la presidenta, envuelta en una soledad extrema tras la muerte de su compañero de toda la vida, con la tentación de poder retirarse del poder en su mejor momento y transcurrir una vida tranquila, decide en cambio continuar al frente de la Nación? El cinismo noventista podría responder que se trata de la ambición ciega por el poder. No parece una respuesta sensata. Me inclino por pensar que hay en ella una vocación superior que trasciende la conveniencia. La llamaría un acto de generosidad realista. No es una utopía, no es un salto al vacío: es simplemente un cierto desprendimiento, un mínimo de renuncia de lo particular ante lo colectivo. Juan Domingo Perón decía que el pescado se pudre por la cabeza. También ocurre lo contrario con los buenos ejemplos.
Hay allí una buena noticia: la posibilidad de que los argentinos –sobre todo las clases dirigentes– nos movamos bajo el influjo de una lógica marcada por una generosidad realista: un humanismo que reconozca nuestras limitaciones y miserias pero que nos permita –ya que es imposible ser “hombres y mujeres nuevos”– cierto acuerdo de justicia social que nos guíe en la moderación de la propia ambición y también en la generosidad de lo posible. No es una invitación a un sacrificio egolátrico. Se trata al menos de estar atento a no despreciar los esfuerzos colectivos. A no andar por la vida con la Gran Cucarda del Tilingo Nacional Argentino colgada en el pecho.

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